El bolero dominicano de 1930 a 1960

En nuestro país el bolero nace con algún retraso. Los compositores de música popular romántica en los primeros años del siglo XX (José Dolores Cerón, Julio Alberto Hernández, ‘Pancho’ García, Rafael Ignacio, ‘Machilo’ Guzmán, ‘Danda’ Lockward, Salvador Sturla) incursionan en lo que, sin excesivo rigor, podríamos definir como una antesala nativa del bolero caribeño: la ‘criolla’. En ese marco nacen canciones ejemplares: ‘La gaviota’, ‘Lucía’ y ‘Como me besabas tú’. Expresiones, aquellas, de un sentimentalismo contemplativo, un tanto místico y ciertamente lejano de las visiones lúdicas y de ferviente erotismo palpables en las estrofas del bolero caribeño. Las criollas prácticamente llenaron el espacio de la música romántica dominicana en los primeros decenios del siglo pasado. Las primeras canciones dominicanas con rasgos definidos de bolero (argumento, lenguaje musical, ritmo, ambiente) aparecen entre 1930 y 1940.

A partir de 1940 se crea en el país un diverso y numeroso inventario de canciones, ya claramente encuadradas dentro del canon temático y la sintaxis del bolero. Esta producción, sin embargo, no trascendió fuera de nuestros límites insulares. Salvo muy aisladas composiciones de Luis Kalaff, Bienvenido Brens, Juan Lockward, Bullumba Landestoy, Luis Chabebe, Moisés Zouain, Armando Cabrera y Manuel Sánchez Acosta, el bolero dominicano estuvo ausente de esa gran fiesta que, entre 1940 y 1960, tenía lugar en los centros artísticos de Cuba, México y Puerto Rico.

Quizá Mario de Jesús y Billo Frómeta sean las excepciones. Ambos, si bien oriundos del país, llegan a la culminación de sus carreras fuera del espacio artístico nacional. Mario de Jesús madura y se desarrolla musicalmente en México. Billo Frómeta realiza similar trayectoria en Venezuela. El descollante itinerario de estos dos músicos podrá suscitarnos un legítimo orgullo nacionalista, aunque debamos admitir que su relación con la estética y las peculiaridades de la canción dominicana de aquella época es tan alegórica como distante.

Cabrían diferentes explicaciones respecto a la orfandad en que vivió nuestra canción popular entre 1940 y 1960. En primer término, y aunque parezca vana obviedad, es preciso aludir a la cerrazón impuesta por la dictadura trujillista. Fue extremadamente largo el aislamiento del país y muy pocos artistas podían viajar al exterior; mucho menos grabar o colocar sus discos fuera de territorio dominicano.

La creación musical dentro de este período (que una vez denominamos ‘bolero tradicional’ o ‘bolero pre-urbano’), al estar confinada en los límites de un entorno poco menos que suspendido en el tiempo, sin referencias ni vínculos externos, prácticamente se inmovilizó. Salvo excepciones notables, los boleros de la época manifiestan una acusada simpleza, candorosa y, por momentos, ingenuamente gris. Parcos de valores musicales tanto como de energía literaria, emergían cual canturreos afables, con inflexiones predecibles lanzadas a un espacio de uniformidad trivial. Trenzadas con hebras melódicas oriundas de la romanza, del bolero cubano o mexicano de la época o, quizá, de la danza puertorriqueña, aquellos cantos se derramaban en estrofas y ademanes de una tristeza inelegante.

Sin embargo, deudora del fervor, era esa música embriaguez y era dicha y era melancolía, aunque sin brío musical ni alas poéticas.

Acaso sea éste el argumento adicional –superpuesto al aislamiento de la dictadura trujillista– que nos permita entender el porqué de la escasa trascendencia de aquellas canciones nuestras. Excluidas, a la sazón, del fructuoso y prolijo escenario musical acaecido en la Hispanoamérica de los años 40 y 50 del pasado siglo.

Con todo, podría creerse que los méritos de algunos de nuestros compositores bien pudieron rebasar –es obvio que bajo circunstancias más venturosas– los límites exiguos de la frontera nacional. Artistas como Salvador Sturla, Luis Alberti, Juan Lockward, Manuel Sánchez Acosta, Bullumba Landestoy, Moisés Zouain, Tony Vicioso, Papa Molina, Luis Kalaff y Bienvenido Brens fueron dignos de mejor suerte. Su obra, claro que sí, es pareja en aliento y en virtud a la de muchos de aquellos autores que masivamente colmaron la radio de nuestros países a mediados de la pasada centuria.

A ellos, que constituyen mis señales del viejo bolero dominicano, les dedico esta visión apasionada.

Salvador Sturla (1891-1975)
Salvador Sturla tal vez sea el primero de nuestros autores en arrimarse a las mundanas orillas del bolero. Sturla tocaba empíricamente guitarra, piano, ukelele, violín y armónica. Era cantante, compositor, además de bailarín, pirotécnico y fotógrafo. A él debemos temas únicos como ‘Amorosa’ y ‘Azul’ (grabados por Rafael Colón, con la orquesta de Luis Alberti).

En el año 1927, Antonio Mesa graba dos canciones de Sturla con el Trío Quisqueya, en dueto con Salvador lthier y con la guitarra del preclaro jíbaro Rafael Hernández: ‘La muñeca’ y ‘No puedo vivir sin tus palabras’. De Sturla son también canciones como ‘Quimera’ (grabada por el trío que formaban Armando Cabrera, Emilio Carbuccia y Luis Frómeta), ‘Navidad’ (grabada por el Trio Ensueño en los inicios de los años 50 y, luego, por Arístides Incháustegui) y ‘Vuelan mis canciones’ (grabada, entre otros, por Fernando Casado).

La primorosa obra de Salvador Sturla adeuda influencias a la vieja trova dominicana, tanto como alas poéticas de Agustín Lara, Guty Cárdenas y el Tata Nacho. No exagero al decir que el ‘Azul’ de Sturla rivaliza en belleza con el ‘Azul’ de Agustín Lara:

‘Azul’ de Salvador Sturla: “Azul es el mar de mis sueños/Azul la esperanza de amar/Azul, horizonte sin dueño/Azul es mi dulce canción”.

‘Azul de Agustín Lara: “Cuando yo sentí de cerca tu mirar/ De color de cielo, de color de mar/Mi paisaje triste se vistió de azul/Con ese azul que tienes tú”.

Luis Alberti (1906-1976)

Luis Alberti constituye una de las inteligencias más fecundas de nuestro universo musical. Compositor de merengues como ‘Compadre Pedro Juan’, ‘Loreta’, ‘Dolorita’ y ‘Leña’; autor de sugestivos boleros: ‘Luna sobre el Jaragua’, ‘Tú no podrás olvidar’ y ‘Entre pinares’; colaborador de Pancho García y Julio Alberto Hernández en la búsqueda de raíces y elementos primarios del folklore dominicano; creador de obras sinfónicas como la suite ‘Estampas criollas’; compositor de un potpurrí para banda:
‘Albertiana’; autor de estudios para violín y piano: ‘Olas de mar’ y ‘Scherzando’; escritor de libros como ‘Método de tambora y güira’, ‘Cantos infantiles’ y ‘Música, músicos y orquestas bailables dominicanas, 1910-1959’.

Luis Alberti era hijo del doctor Narciso Alberti Bosch, precursor de los estudios arqueológicos en el país, y biznieto del coronel Juan Bautista Alfonseca, autor del primer himno nacional dominicano. Alberti tocaba violín, cello, piano, órgano y piano-acordeón. Fue primer violín de la orquesta del teatro Colón, en Santiago. A finales de los años 20 constituyó la orquesta Jazz Band Alberti, que luego de varios cambios de nombre se transformó en la mítica orquesta Santa Cecilia.

Al frente de su grupo, como compositor y arreglista de boleros, Alberti logra plasmar un estilo pausado y elegante, desenvuelto y sobrio. En las voces de Rafael Colón y Marcelino Placido, las canciones románticas interpretadas por Luis Alberti y su orquesta determinan el derrotero y el carácter del bolero bailable dominicano en los años 40 y 50.

(*) Este ensayo fue publicado en diciembre del 2005, como parte del libro “El Bolero:
Visiones y perfiles de una pasión dominicana”, dentro de la Colección Cultural Codetel. El autor se ha permitido actualizar y modificar algunos apartados del texto original.

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