Los legatarios de una tradición
Luis Díaz (1952-2009)
Luis ‘Terror’ Díaz (Luis Díaz Portorreal) surge como retoño de una cantante de ‘salves’ y de un ejecutante de ‘tres’. En su pueblo natal, Bonao, organiza (a los 16 años) un conjunto de Rock & Roll: Los Chonnys. Husmea en los pasillos de la UASD (con 18), buscando un sosiego interior que nunca fue suyo. Se hace, luego, a un dilatado e impetuoso trayecto que lo llevará a terciar (a los 20) como compositor, guitarrista y cantor de los grupos Convite (música folklórica afroantillana) y Madora (amalgamas de rock y música folk). Y en New York (ya de 30 años), la violencia irónica y caricaturesca del rock-punk habrá sellado, de modo indeleble, la vida y los delirios de aquel muchacho que llamaban “Terror”.
“Salió echando tres carajos / tembló el seto de madera / dejó su mujer llorando / ella lloraba de pena. / Hombre jugador de gallos / hombre hijo de las tabernas / salió en busca de desquite / sin dejar nada en la mesa”.

Tenedor de una insólita habilidad instrumental (pocas manos criollas han pulsado la guitarra con tal virtuosismo), él escribe e interpreta merengues (‘Baila en la calle’, ‘El guardia del arsenal’, ‘Marola’, ‘Las vampiras’, ‘La pringamosa’, ‘Roca piedra’, ‘Canto de toro’, ‘Candelo’, ‘Ay ombe’, ‘Liborio’, ‘La porquería’), tanto como desenreda bachatas (‘Yo quiero andar’, ‘Mi guachimán’, ‘Andresito Reina’) y hace música para cine (‘Dear Teresa’, premiado con el Silver Award del Festival Internacional de Filadelfia, 1994; ‘Blue in the face’, 1995; ‘La maldición del padre Cardona, 2005; ‘Pride and Glory’, 2008).

“Ay, ay, ay, ay, ay / Eso no se hace. / Andresito Reina se bebe los tragos / también la botella”.

Desde su regreso a Santo Domingo en 1982, la obra de Díaz cobra madurez y hondura inigualables. Hará entonces la más apremiante indagatoria de signos y de géneros musicales extraviados en la bruma del tiempo. Y su búsqueda lo guiará al umbral del canto primigenio: hasta ese instante en que la desventura del yerro histórico nos desgaja de la raíz primordial.

“Así metido en currú / al aguardiente se entrega / así no le gustó el paro / así da un golpe en la mesa. / Entonces cuchillo en mano / allí se armó la pelea / lo ven saltar como un dado / con el intestino afuera”.

En andanza poco menos que homérica, Luis explora corrientes oscuras y desciende a laberintos, sin principio ni final, que nos devuelven al origen: a lo negro y a lo blanco, al tambor grave del abuelo mandingo y al dulcísimo laúd de la abuela extremeña.
“Ay, ay, ay, ay, ay / Eso no se hace. / Andresito Reina se bebe los tragos / también la botella”.

El zahorí desanda siglos y remonta ayeres en su ciclópea jornada, hasta recuperar caudales y atavismos y concurrencias que ignorábamos, y que ahora nos colman de la propicia intelección de cuanto fuimos y aún somos. El largo rastreo y los hallazgos de Luis Díaz no encuentran similitud en el itinerario de nuestra vida musical. Poeta errante, órfico, marginal. Como pocos, él entendió que ser radical no era sino tomar la materia por la raíz.

“Así perdió la partida / así perdió la pelea / así su mujer llorando / ahora le prende la vela. / Qué será de esta mujer / que se viste en tela negra / para guardar el recuerdo / de un jugador que perdiera”.

Dentro de sus cantos aletean, con profundidad misteriosa, los aires del cimarrón, la cruda voz hendida del esclavo, el cántico ritual del trabajo pobre, la romanza pura del agreste amor, las antífonas de una religiosidad vencida…

“Ay, ay, ay, ay, ay / Eso no se hace. / Andresito Reina se bebe los tragos / también la botella”.

Su influencia y sus señales viven hoy en la música que anda las callejuelas de los corazones sencillos, tanto como en la ruda intensidad del código urbano y en las fuentes hondas que surten de savia a Juan Luis Guerra.

“La canción del pobre se conoce / hey ombe, hey ombe / Hey, porque siempre habla de esclavos / hey ombe, hey ombe. / La mujer del pobre se conoce / hey ombe, hey ombe / Hey, porque siempre anda rompí’a / hey ombe, hey ombe”.

Pienso que de él podríamos decir lo que se expresó acerca de Cartola, el mágico sambista brasileño: “Luis Díaz no existió: fue un sueño que todos tuvimos”.

Julio Cortázar.

Epílogo

Muchas veces he repetido estas palabras del musicólogo norteamericano Andrew Fletcher: “Si me dejan escribir todas las baladas de una nación, no me importa quien escriba las leyes”. Cierto. Hay un apresto antropológico en los versos del bolero hispanoamericano y, precisamente, del bolero caribeño. Más que un sentimiento y una cadencia, el bolero expresa nuestro carácter, nuestra manera de ser. Al crear una espacialidad y un tiempo resueltos en embrujos de palmeras, de olas y lunas, el bolero narra las congojas del amor, pero al mismo tiempo nos exorciza y nos redime.

Alguien (no recuerdo su honrado nombre) señaló que el bolero, rebelde al juicio de Enrique Santos Discépolo sobre el tango, no es “un pensamiento triste que se baila” sino, más bien, un deseo jubiloso que se baila con el pensamiento instalado en el cuerpo. Mejor dicho: en el bolero, el pensamiento es el cuerpo. Hace ya mucho tiempo que Julio Cortázar soñó este bolero:

“Qué vanidad imaginar / que puedo darte todo, / el amor y la dicha, / itinerarios, música, juguetes. / Es cierto que es así: / todo lo mío te lo doy, es cierto, /pero todo lo mío no te basta / como a mí no me basta que me des / todo lo tuyo … / Siempre fuiste mi espejo, / quiero decir que para verme / tenía que mirarte … / La lenta máquina del desamor / los engranajes del reflujo / los cuerpos que abandonan las almohadas / las sábanas los besos / y de pie ante el espejo interrogándose / cada uno a sí mismo. / Ya no mirándose entre ellos / ya no desnudos para el otro… / ya no te amo, / mi amor”.

Está claro: en la escueta dimensión del bolero vive la ilusión de lo que existe y no existe, pero también el vuelo y el descenso, el temblor y la fuga, el trepidar de fuegos primordiales, el amor y el desamor, el abrazo, la deserción, el plenilunio y el eclipse.

Por último, admito que hablar de mi devoción por el bolero –ya lo señalé al principio– es volver a unas horas lejanas y, asimismo, reencontrarme con lo que fui y, tal vez, nunca he dejado de ser. Al traer a la luz estas memorias, percibo su existencia como un cañamazo urdido con antiquísimas hebras de fervor. De fervor por la belleza y por la vida, porque nada distinto ha sido la canción de amor. Pasión que nace en el alma de la Provenza medieval, y sentimiento que se eterniza luego en la ardorosa rima caribeña de Agustín Lara y María Grever, de César Portillo de la Luz y Ernesto Lecuona, de Rafael Hernández y Pedro Flores, de Juan Lockward y Manuel Troncoso.

Que sean éstos los motivos, y no podrían ser otros, de esa visión apasionada que he trillado ante ustedes.

(*) Este ensayo fue publicado en diciembre del 2005, como parte del libro “El Bolero: Visiones y perfiles de una pasión dominicana”, dentro de la Colección Cultural Codetel. El autor se ha permitido actualizar y modificar algunos apartados del texto original.

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