Turbas haitianas intentaron asaltar, hace unos días, las instalaciones, propiedad de empresarios dominicanos, de una industria de zona franca situada en la línea fronteriza. Nuestro ejército debió intervenir para sofocar el propósito de pandillas que, vociferando, gesticulaban y exhibían una hostilidad y un odio similares al de 1791, cuando los haitianos instigados por Dutty Boukman (un oficiante de vodou de origen jamaiquino) quemaban las casas de las haciendas con las familias de raza blanca dentro de ellas. A la luz de la candela brillaban, en aquella hora lejana, los machetes ensangrentados, colorados y vengadores.

La intención oculta, subyacente, si juzgamos por este reciente desafuero, parece encaminada a propiciar el retorno colectivo del pueblo haitiano a su tibio hábitat africano. Aunque sea penoso admitirlo, Haití parece sobrar en América, un continente que por más de dos siglos no contemplaba una escena tan primitiva y odiosa como la ocurrida hace poco en nuestra línea fronteriza.

En Haití no hay tierras agrícolas ni agua. La foresta ha desaparecido y el país carece de minerales y de recursos pesqueros. Tampoco existen allí capitales, empresarios ni clase media. Sabemos, también, cuan ilusorio es referirse a las instituciones políticas y sociales de una nación en la que ocho de cada diez individuos viven dentro del nicho de la pobreza absoluta, donde setenta de cada cien adultos no leen ni escriben. Y en un espacio en el que las tierras agrícolas alcanzan a menos de tres tareas por habitante rural y quince de cada cien niños mueren a los pocos días de nacer.

Se ha repetido miles de veces: Haití no es viable como nación. Lo reconoce la comunidad americana de naciones; lo sabemos nosotros, sus vecinos; lo perciben, inclusive, los propios haitianos. Mucho menos aflicción nos causara el envilecimiento físico y social de la vida haitiana si esa epidemia se detuviera al oeste de nuestra precaria línea fronteriza, si tal azote no transitara libremente por nuestras calles y avenidas, si los signos visibles de esa calamidad no se aposentaran en nuestras barriadas. Si acaso la desdicha haitiana no inficionara de modo tan bestial la vida y el ethos de la ya suficientemente degradada comunidad dominicana.

Es innegable que la realidad de Haití espanta al mundo civilizado. Como nave que extraviara las amarras, el triste pueblo de Toussaint L’Ouverture chapotea y da tumbos dentro de un inacabable charco de miseria. Ahora, el colapso de los órganos de gobierno ha impedido deshacer la urdimbre que culminó en el asesinato del presidente Moise. Nada ni nadie, asimismo, es capaz de sujetar las pandillas armadas que ahora asesinan, secuestran y extorsionan, a la luz del sol, en las esquinas de Puerto Príncipe y –esa parecía la intención— también en las industrias dominicanas emplazadas en la frontera.

Parecería útil recordar que, tras algo más de un siglo de ardua y tantas veces trágica vecindad, el destino marcó la separación efectiva (digamos, ontológica) de los dos pueblos asentados en la ínsula Hispaniola. Con todo, y al costado de aquella realidad ominosa, más de un millón de haitianos deambula hoy en territorio dominicano. Empresas de zona franca, grandes plantaciones cercanas a la frontera y construcciones diversas en nuestras principales ciudades facilitan millares de empleos a esa muchedumbre extraviada. Un montón de madres haitianas alumbra en nuestros hospitales y miles de haitianos jóvenes estudian, con apacible familiaridad, en escuelas y universidades dominicanas.

Hemos desplegado, hasta el momento –solos, sin ayuda—, un esfuerzo desmedido para atenuar la penuria de aquel pueblo sin destino. En una intensa oratoria ante la Asamblea General de las Naciones Unidas, el presidente Luis Abinader reclamó la participación internacional en el salvamento haitiano. Las palabras del mandatario, con justeza, han vivificado una irrebatible noción: “No hay, ni habrá jamás una solución dominicana a la crisis de Haití”.

Lo cierto es que tampoco existe una obligación auténtica que fundamente, siquiera, lo que hoy hacemos en beneficio de un vecino, como lo demuestra la historia –y asimismo parece ratificarlo el presente–, hostil, salvaje y sanguinario. Así los hechos, y según palabras del mandatario dominicano, nos asiste pleno derecho para reclamar la solidaridad colectiva a favor de una Alianza Transnacional que proporcione el socorro humanitario –o acaso el regreso voluntario a su madre tierra– de un pueblo trastornado, ahora en los límites del abismo.

Dada la magnitud del trance, es imperativo que el diseño y la gestión de este pacto corran por cuenta de la Organización de Naciones Unidas. No existe otra posibilidad. Ninguna más.

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