(De cuando algo desvaneció el pizarrón de sus recuerdos)

Derramar la memoria es torcer el éxtasis de la palabra; malograr, así, el maravillado rapto del deseo. Se piensa, se sueña, se aguarda, se recuerda únicamente con vocablos. Sin evocaciones ni palabras, el hombre desanda hasta la índole primaria del animal o de la horda. Sólo somos nuestra memoria. Sin retentiva, claramente, no existimos. Sin reminiscencias somos incapaces de desear. Claro que sí: estamos muertos.

Hace ya más de dos mil años, la Paideia del pueblo griego permitió la creación pausada y progresiva del paradigma humano. A través de la razón, Grecia tamiza el espectáculo del universo y lo concibe como un organismo sujeto a leyes universales. La noción griega de Areté, o Virtud, apunta a un desarrollo físico, intelectual, moral, espiritual y sensorial del individuo.

Los ideales humanistas del mundo griego sustentarán la visión formativa del Imperio Romano. Más tarde, el raciocinio aristotélico servirá de guía a la escolástica medieval, al empirismo y, finalmente, al florecimiento de la ciencia y la filosofía en los siglos posteriores al Renacimiento.

Ciertas corrientes de la antropología entienden la cultura como el modo de vivir de cualquier grupo humano. El pensamiento clásico occidental, de manera distinta, vincula el principio cultural con el hallazgo y la valoración del individuo: con su descubrimiento y concreción como evidencia ética. Y esa formación, esa modelación paulatina del ideal humano basada en la axiología de la Paideia –valor, honor, dignidad, emulación, gloria– la inventa Grecia. Se dirá que Occidente está constituido por pueblos helenocéntricos, que es decir: pueblos antropocéntricos. Desde luego, dado que la obra por excelencia del genio griego es el Hombre.

La memoria colectiva de los pueblos iberoamericanos agrupa, en cadencias distintas, un aluvión de mitos indígenas borrosos, de tétricas y góticas consejas, de provocadoras nigromancias tanto como de ficciones traídas al mundo por nuestro irremediable y forzoso mestizaje. Códices mayas y aztecas, bestiarios medievales, oscuros ritos de sanguinario aplacamiento y un puñado de muy criollos cuentos de caminos, todos juntos, integran ahora el desamparado museo cultural de nuestra identidad.

Simón Bolívar lo expresó intachablemente: “No somos blancos, no somos indios, no somos negros: constituimos una especie de pequeño género humano aparte”. Con esa inédita mezcla, muy a nuestro pesar, hemos sido incapaces de labrar una noción de conciencia colectiva, un ethos vinculado a la originalidad del hecho americano. Se nos escapa el tiempo de crear esa mínima ontología cimentada en la diversidad de aportes que congregó el mundo nuevo. Quizá pueda decirse que no tuvimos los poetas heroicos, o los filósofos de la naturaleza, o los hacedores teatrales de tragedias y comedias. No existe, ciertamente, ninguna respuesta plausible.

A Plinio Apuleyo Mendoza (aquel viejo amigo de Gabo que, junto a él, soñaba efluvios de guayaba al viajar juntos por el oscuro infierno de la Alemania oriental de los 50) en nada le agradezco su confidencia de la verdad fatal. Sollozó al decirnos que el extravío despedazaba en aquel instante la retentiva del único poeta homérico que hemos tenido en el continente. Tal vez imaginamos al Gabo a modo del aeda suculento de una “Homérica Latina” (en palabras de Marta Traba) donde delirantes coroneles, sofocados por el bochorno y la desventura, abrazan los calcañares de nuestras nativas Aspasias, cual Odiseo ciñendo como si fueran troncos bendecidos las rodillas de Aretea.

Revolotearon en la cabeza de García Márquez, alguna vez, los murmullos del viejo indio montaraz, de la negra Hipólita nodriza de su general acorralado, del indiano gachupín, del criollo a lomos de garboso berebere. Pienso que en sus escritos habita el germen, el impulso de lo que alguna vez podría constituir nuestra saga fundadora. Epopeya diversa y contrapuesta la suya: poblada de antihéroes, de ensueños y fantasmas, de amores postergados, con olores y colores de milagrosas mentiras; y algo que nunca lograron los griegos hasta Aristófanes: de buen humor, del más lúcido e implacable regocijo de la literatura contemporánea.

Nuestros pueblos y nuestro tiempo adeudan, a la memoriosa intuición de García Márquez, titánicas alegorías, poéticas ficciones esclarecedoras de ese inasible espejismo que constituye la esencia del ser hispanoamericano.

El precipicio por donde se despeñan Remedios la Bella y Úrsula Iguarán, coronadas las dos por legiones de doradas mariposas y pájaros multicolores, ha de ser, entonces, el sepulcro de muchos delirios y el abismo de infinitas presencias: acaso el destino último de un viaje inacabado hacia el estertor del deseo americano.

Perder las resonancias de Gabriel García Márquez ha sido, ni más ni menos, el descarrío de la memoria y del ardor de un continente.

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