(Brevísimo ensayo de lucubración para párvulos)

Ilusoria y falaz, por no decirlo de otra manera, resulta la ‘Historia Dominicana–El Siglo 21’, escrita en inglés por Francisco Pérez-Smith y difundida en febrero del 2098 desde la PUCMM-Campus Washington Heights, New York.

Aunque Bernardo Vega se constituya en panegirista del supuesto historiógrafo, y no obstante el respaldo que tan prestigiosa academia ofrece al escritor, con todo, declaro que la obra de Pérez-Smith es inexacta, indigna y carente de fundamentos.

Claro, se trata de alguien desconectado de la realidad nacional, de un individuo cuyos padres emigraron en el 2054; días aquellos en que el mítico Jean Bertrand Aristide (ya exasperado y calvo) se colocara al frente de una invasión proveniente de Palos de Moguer (con 80 guerreros y 3 carabelas) para desalojar de su país a una horda de descendientes de Papa Doc, entronizada en el poder haitiano desde el 2048.

El historiador de marras parece no saber lo esencial, como si hablara de otro territorio y de otra realidad. En el mejor de los casos, por ejemplo, su conocimiento apenas roza la singular existencia de aquellas peregrinas que dejaron nuestra tierra a fines del siglo XX, y con las que tantos alemanes, italianos y suecos entibiaron sus noches de duro cierzo invernal.

¿O acaso alguien —que no sea Pérez-Smith, por supuesto— desconoce que la política dominicana durante la segunda mitad del siglo XXI estuvo dominada por los chinos, los vascos y los cubanos? ¿Por qué su omisión, además, sobre la influencia que en la política europea del siglo XXI ejercieron los clanes de medio-dominicanos de Aravaca, Amsterdam, Ginebra, Milán y Hamburgo? Veamos, pues, algunos hechos.

Pérez-Smith ignora (sabrá Dios si lo omite por algún interés especial) que del 2040 al 2048 arribaron a nuestro país 300 mil vascos, como parte de los acuerdos de Lomé-Cotonou XCVI y luego de que el desempleo azotara a San Sebastián y Bilbao, tras la fallida reconversión de las acerías de Euzkadi. Luego fue la llegada voluntaria de los antiguos etarras, ya sin pretexto para luchar por la autonomía de un territorio tan pobre como despoblado. Al cabo de veinte años, los vascos sumaban más de 800 mil y su influencia era notoria en la cocina, la ropa, el humor y hasta en el tono de piel de los dominicanos.

De igual manera aparecieron los chinos. La primera estampida se produjo a mediados del siglo XXI, cuando los capitales de la China (¿comunista?) ocuparon Hong Kong. En mis archivos reposa el tratado suscrito durante el segundo gobierno de David Collado (2052-2056), mediante el cual llegaron a estas tierras 500 mil orientales, a quienes se entregó el ahora floreciente polo turístico y agrícola de Oviedo-Pedernales. Más tarde, en el intervalo 2062-2066, bajo el mandato de Iñaki Echegaray-Sang (empresario turístico, propietario de restaurantes y hoteles, descendiente directo de Pengbian y biznieto de un etarra deportado hace más de cincuenta años por el gobierno español de Pablo Iglesias) arribó un segundo grupo de 450 mil individuos que, ya sí, de verdad trastornó irreversiblemente la pureza de nuestra cultura.

Otro fue el caso de los cubanos. Mientras presidía los EE.UU. Carlos Jones-González (2042-2046), la minoría blanca del Congreso norteamericano rindió las armas y desistió para siempre de mantener el bloqueo comercial a Cuba. En esos días gobernaba la Isla Fascinante un joven mulato de 38 años, de ideología postsocialista, llamado Fausto Pérez-Ochoa, experto en sones y santerías, y descendiente de un veterano de la guerra de Angola. Así, al desaparecer los guardacostas, millares de cubanos huyeron en botes y salvavidas a Santo Domingo con el pretexto de reclamar las propiedades abandonadas por sus antecesores en 1795, a raíz del tratado de Basilea.

Es inexcusable, asimismo, que el historiador no destaque la llegada a Santo Domingo de los descendientes de “la ONU”, emigrante dominicana (de nombre Felipa Corporán) que entre 2040 y 2050 procreó siete retoños con caballeros de Alemania, Holanda, España, Suecia, Italia, Francia y Bélgica. Los vástagos de esta memorable señora (dueños de un cartel que monopolizó durante más de veinte años la trata de ‘sankipankis’ en Europa) alcanzaron notoriedad y riqueza en sus respectivos países paternos. Después de algunos gobiernos apáticos y poco imaginativos, alrededor del 2070 retornaron ellos al país. Eran los días del mandato de Erik Ruiz-Popovic, tataranieto de una de las walkirias que el legendario violinista y director de orquesta Carlos Piantini trajera al país, a fines del siglo pasado, para remozar la Sinfónica Nacional.

Desde su llegada a esta tierra, la estirpe de la ONU formó un partido político —diminuto, aunque pugnaz— defensor del neosantanismo, doctrina que procuraba incorporarnos como departamento ultramarino de la Europa, bajo el Virreinato de un Borbón adolescente. Aunque no logró éxito, es justo señalar que la idea recibió el apoyo del clan Aravaca y de la progenie de unas jóvenes que emigraron a Holanda a fines del siglo XX para danzar ‘in puris naturalibus’ dentro de grandes vitrinas; oficio tan al uso en aquellos días puritanos y castos de Fergie, Lady Di y Estefanía de Mónaco.

Pérez-Smith tampoco percibe que en aquel tiempo el país era distinto, y que ya no existían pueblos en el interior porque la hidroponía tornó caducas las otrora feraces campiñas de San Juan y del Cibao. La gente vivía entonces en las playas y las montañas. Los bares y mancebías de los cubanos ocupaban las antiguas tiendas de ropa y zapatos de la calle El Conde; arruinadas desde el tiempo en que un agujero en la capa de ozono elevó la temperatura hasta niveles insoportables y la gente, sofocada y ociosa y rebosante, apenas vestía con tirillas de papel de reciclaje sobre sus exculpados límites pudendos.

Nadie excusará a Pérez-Smith, asimismo, su desconocimiento de las interioridades del ambiente dominicano durante el siglo XXI. Por ejemplo, desecha él que, como resultado de un movimiento de opinión encabezado por Hans Hondecöeter-Campusano y Jean Van Dick-Aquino, un poema de mediados del siglo XX, de nombre Yelidá (con el tema premonitorio de la nativa que acoge en sus brazos a Erick, el muchacho noruego con alma de fiord y corazón de niebla…) fuera elevado a la categoría de saga nacional y que algunos de sus versos se incorporaran a la nueva versión del Himno Nacional (escrita en el año 2044 por Juan Luis Guerra, premio Nobel de Música 2036; galardón instituido por los suecos desde el 2028). Los restos de su autor, el poeta Tomás Hernández Franco, como probablemente ignora nuestro negligente historiador, fueron trasladados en el 2054 al Panteón Nacional y los nuevos dominicanos lo consideran como su Homero, y las principales avenidas y plazas de la ciudad ostentan su ilustre nombre.

Por igual, la incultura y falta de rigor de Pérez-Smith lo hacen desconocer el papel que los nuevos tipos étnicos desempeñaran en el fomento del turismo durante el siglo XXI. Por si acaso no lo sabe él, nuestro gran boom turístico del 2060 se debió, más que nada, a la aparición de un insuperable prototipo femenino, fruto del cruzamiento entre chinos, vascos y mulatos: la ‘chivascata’. Las características físicas y los atributos de estas mujeres (pelo rojizo, piel canela, ojos rasgados y claros, extraordinaria gentileza e inenarrable habilidad para las contorsiones y las artes marciales) hicieron de nuestro país el verdadero centro turístico continental, como en la prehistoria lo soñaran Ángel Miolán y Ellis Pérez. Por lo menos hasta el 2080 nuestras chivascatas encumbraron el aliento y mitigaron los pesares de una Europa invadida por millones de marroquíes, argelinos, haitianos, turcos y somalíes. (Eran los días en que España, Italia, Francia y Alemania legalizaban la poligamia, como medida para contrarrestar la pérdida de población y el flujo de emigrantes).

Tampoco señala Pérez-Smith las celebraciones del VI Centenario del Descubrimiento de América y la fuerte presión ejercida por los chinos-dominicanos para desconocer la importancia del Faro y, en contraposición, levantar un monumento conmemorativo del viaje de Marco Polo al Oriente. Esto así, bajo el alegato de que el Almirante sojuzgó y aniquiló la población indígena, en tanto Marco Polo jamás esclavizó ni liquidó chino alguno; antes al contrario, regresó feliz y próspero del Oriente remoto, con increíbles historias de unicornios y leones azules, y repleta la mochila de sedas y joyas y relucientes obras de arte. Ya en esa época los chinos-dominicanos constituían el 35% de la población nacional y representaban, además, el sector económica-mente más poderoso del país: líder en la producción de carne de culebra, perro y tiburón (renglones básicos en la gastronomía de la época) y suplidor, a la vez, de 90% de la demanda de arroz y vegetales, todo bajo cultivo en sus inmensas fincas hidropónicas de 70 y 80 pisos, techadas a la manera de las pagodas.

El fallido historiador, tal vez exculpándose, percibe como difíciles de obtener las informaciones en nuestro país. Razones tendrá para decirlo, me imagino. Lo cierto es que sus ideas dicen muy poco (o lo declaran de manera inverosímil) sobre la vida de nuestros antepasados. Por trabajos como el de Pérez-Smith —tan vago, tan marchito, tan poco emotivo— ya ningún dominicano se interesa en conocer su historia.

Flaco servicio al país el que hace este historiador ¡que hasta ha logrado confundir a Bernardo Vega..!

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