El Perocito vivía una vida más o menos normal en aquel ambiente bucólico, aldeano, engañosamente apacible, donde casi nunca pasaba nada, o casi nada, hasta que finalmente pasaba. Rosario Fermín, su viuda madre, sufría en silencio, y por partida doble, la muerte y desaparición del esposo al que nunca pudo dar sepultura. Su hermana Alfonsina se había convertido en una lectora insaciable que distraía sus penas y presentimientos devorando libros que le traía su tío Damián Fermín. Su hermano Alfonso era un estudiante aplicado y tranquilo y su hermanito Agustín era casi un niño y no tenía mayores preocupaciones. Pero el Perocito era rebelde y precoz, ya fumaba y tenía novia, iba a fiestas, rabiaba. Sabía que el minotauro era responsable por la muerte de su padre, la muerte de sus tíos y una docena de otros familiares, y estaba creciendo con el odio en la sangre. Se desahogaba en voz alta en presencia de sus compañeros de bachillerato, mascullaba a veces frases amenazantes, que provocaban a su alrededor una estampida. No eran pocos los se alejaban de él por prudencia. La única ocasión en que vio al minotauro personalmente sus dientes rechinaron de furia. Dicen que dijo que algún día lo mataría. El minotauro, a su vez, se había ensañado contra su familia. Muchos ojos se posaban sobre él, los oídos delatores buscaban su voz, bebían sus palabras, informaban a sus superiores. El Perocito estaba fichado, igual que todos sus parientes. El Perocito estaba mal visto, particularmente mal visto.

Un día aciago, en su escuela —la escuela donde donde estudiaban el Perocito y su hermano Alfonso—, ensuciarían una pared o el busto del minotauro con una frase infamante que lo describía de cuerpo entero. Esa sería, en breve, una sentencia de muerte. El director de la escuela intentó ocultar el hecho en vez de denunciarlo, como era mandatorio, se jugó el pellejo o por lo menos la libertad, tratando de evitar lo inevitable. Demasiadas personas estaban enteradas y la noticia llegó a oídos del gobernador, un intrigante, un sicofante, un innombrable. Había que encontrar un culpable y nadie era mejor culpable que un miembro de la familia Perozo. Desde el primer momento, un conocido delator, un calié, al que llamaban Tito Mon, había apuntado en esa dirección.

A la casa de la familia, ya atormentada y nerviosa por el rumbo que tomaban los acontecimientos, se apersonó al día siguiente un enviado que invitó al Perocito y a Alfonso a presentarse en la gobernación. Una invitación perentoria.

El gobernador los recibió con una mirada funeraria y una sonrisa de hielo. Los observó en silencio, con semblante severo, esperando quizás que se derrumbaran, que se echaran a llorar o algo parecido. Luego les presentó con alegría —una malsana alegría y cara de niño travieso—, a un extraño general que estaba de pie a su lado. Un muerto vivo, un matarife al que le bailaban los difuntos en los ojos. Era tan malo como Ludovino y se llamaba Federico Fiallo.

Junto al general y el gobernador había otros seres aún más extraños que parecían tener la sangre estancada en las venas y que miraban sin mirar como demonios asustadizos. Tenían las cuencas de los ojos vacías y les olía el alma a podrido.

El general y el gobernador hicieron preguntas y los muchachos respondieron. Pero era una simple formalidad. Sólo querían verles las caras para saber a cual de los dos iban a matar. El verdugo designado estaba entre ellos, entre los demonios asustadizos, y la sentencia no tardaría en ser ejecutada.

Unos días después, el Perocito saldría para juntarse a estudiar con Leandro Guzmán, su compañero de pupitre, y ya no regresaría con vida. El asesino, alguien con hiel en las venas, se metió en su camino, casi como quien dice al descuido, lo hirió en el vientre con un puñal o un punzón y echó a correr hacia la fortaleza.

El Perocito no supo en el primer momento lo que le había sucedido, hasta que vio la sangre. La sangre lo devolvió a la realidad. Empezaría entonces a caminar dando tumbos. De alguna manera fue a parar al cercano cuartel de la policía, quizás buscando inocentemente refugio, y esa fue su perdición.

Poco tiempo después, Alfonsina y su madre sintieron que alguien tocaba con fuerza la puerta de la casa y el alma se les cayó al suelo. Presintieron que lo peor, la cosa más secretamente temida había pasado. Cuando abrieron la puerta vieron al buen amigo Cheché Moya, un amigo de la familia muy querido. Vieron, mejor dicho, a un Cheché Moya desfigurado, transfigurado, convertido en la viva imagen de la rabia e impotencia, con el semblante pálido y doliente, tartamudo, abatido. Alguien que decía palabras muy débiles, como si no quisiera que lo escucharan o lo entendieran, y que les dio finalmente la infausta noticia. Han herido a José Luis.

José Luis estaba herido y tirado en el piso del cuartel de la policía, chorreando sangre. Un grupo de fieras, de seres enardecidos y bestiales con uniformes policiales formaban un círculo en derredor. Habían acordonado el recinto y ni la madre de Alfonsina ni nadie podían dar un paso hacia adentro por órdenes del comandante o lo que parecía ser el comandante. Un personaje luciferino. Un engendro de hielo y aserrín con los ojos encuevados y la piel pegada a los huesos, que miraba a la gente con una negligencia desangelada. No tenía vida, sólo había odio en sus ojos.

Muchas personas se habían aglomerado y asistían impotentes a una escena desgarradora, una madre gritaba y trataba inútilmente de abrirse paso, clamaba auxilio para el hijo cruelmente apuñalado. El hijo que se desangraba ante sus ojos, ante las miradas de todos. La víctima no era sólo el niño, sino la madre, la hermana, la propia multitud de espectadores.

Mamabuela contaba, y lo contó muchas veces, que la gente protestaba y rabiaba de desesperación. Los policías, en cambio, veían morir al muchacho con indiferencia, lo veían desangrándose como quien ve caer la lluvia. El Perocito trataba de incorporarse y caía, se caía y se levantaba, trataba de incorporarse y caía.

El doctor Lavandier llegó al lugar y exigió que lo dejaran pasar y no lo dejaban. La madre y la hermana vociferaban, pedían a gritos que las dejaran pasar y la policía no las dejaba pasar. Ni la madre, ni ella, nadie pudo dar un paso hacia adentro. Cuando se le permitió finalmente al doctor Lavandier prestarle auxilio al muchacho y llevarlo al hospital era demasiado tarde. El muchacho moriría y la madre moriría con él. Pero su agonía sería más lenta y más larga, un suplicio más cruel durante años.

Esa noche soplaron vientos de furia sobre el pueblo. Algo se quería desatar y no se desataba. La gente se tiñó de un inmenso pesar, se hundió en un silencio rabioso y contenido. Siempre se hablaría del Perocito con amor e indignación. Fue un crimen atroz entre los muchos que se cometerían por órdenes del minotauro, a veces por una simple sugerencia, a veces por satisfacer su sed de sangre. El Perocito no había cumplido quince años. Le faltaban pocos días para cumplirlos, pero no los cumpliría.

El sepelio fue un acto de repudio, y en la misa el padre Henríquez no pudo contenerse, vomitó fuego por la boca en una homilía que provocó llantos de ira y de dolor. El pueblo parecía a punto de explotar.

Después se montaría una farsa burda y descarada. El asesino había sido encontrado y hecho preso, y luego se habría ahorcado en la fortaleza. Mamabuela recordaba que la guardia permitió la entrada al público. Las alumnas de la escuela Primaria Costa Rica, fueron llevadas como quien dice en peregrinación a conocer al supuesto asesino del Perocito. Allí lo vieron muerto, ahorcado, y la visión no les permitiría dormir en varios días. Era un moreno, un negro, un infeliz, un chivo expiatorio. Estaba de rodillas frente a una pared, con el extremo de una soga al cuello y el otro extremo atado a un barrote de la ventana. No se habría podido ahorcar sin la generosa ayuda de los carceleros.

Lo cierto es que la noche de la muerte del Perocito nadie dormiría en el caserón de madera ni dormiría en ninguna de las casas del pueblo. Mamabuela se la pasó rezando junto a Mamá Asunción (la viuda de su sobrino, el contable), a la cual había criado desde niña, y también junto a la prima Mayún, que estaba de visita.

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