Londres, anochecer del 30 de septiembre de 1938. Frente al número 10 de Downing Street, una multitud canta “Es un muchacho excelente, es un muchacho excelente…”. Ante su insistencia, el premier Neville Chamberlain se asoma a una de las ventanas y exclama: “Mis queridos amigos, por segunda vez en nuestra historia, un primer ministro británico ha regresado de Alemania trayendo paz con honor […]. Volved a casa y disfrutad de un buen y apacible sueño”.

Tras la firma del Pacto de Múnich, su política de apaciguamiento parecía haber triunfado, pues Hitler le había prometido que no realizaría ninguna otra reclamación territorial. En París, el presidente del consejo de ministros, Édouard Daladier, fue también recibido como un héroe. Toda Europa respiraba tranquila viendo alejarse el fantasma de una guerra que se tenía por inminente.

Toda menos Checoslovaquia, que vio con impotencia cómo, a consecuencia de lo acordado a sus espaldas en la capital bávara, perdía 30.000 km2 de su territorio y 3.500.000 de habitantes a favor de Alemania. Unos días después, en el Parlamento británico, Winston Churchill espetó a Chamberlain: “Hemos sufrido una derrota absoluta y total […]. Entre el deshonor y la guerra, habéis elegido el deshonor […] y tendréis la guerra”.

En aquellos días muy pocos le tomaron en consideración. Sin embargo, sus palabras resultaron clarividentes, pues Hitler, en contra de sus promesas, se preparaba para una nueva reclamación territorial: la ciudad libre de Danzig.

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El problema de Danzig

Poblado en más de un 90% por alemanes, este importante puerto del Báltico, así como el corredor de 1.900 km2 que lo unía a Polonia, había sido desgajado de Alemania por el Tratado de Versalles y puesto al amparo de la Sociedad de Naciones, a fin de proporcionar una salida al mar para dicho país.

Si bien la ciudad estaba regida por un senado elegido democráticamente, las competencias polacas sobre Danzig nunca quedaron definidas en su estatuto, y las fricciones fueron constantes. Ahora, un gobierno local dominado por los nacionalsocialistas pedía con insistencia su retorno a la madre patria.

De improviso, unas semanas después del Pacto de Múnich, durante un almuerzo en el Gran Hotel de Berchtesgaden, el ministro de Asuntos Exteriores alemán Joachim von Ribbentrop sugirió al embajador polaco en Berlín, Józef Lipsky, la restitución de Danzig y la creación de una autopista y una línea ferroviaria extraterritoriales que la conectaran con Alemania. A cambio, le ofrecía facilidades económicas y la renovación del pacto de amistad y ayuda mutua firmado entre ambos países en 1934.

El gobierno polaco respondió negativamente, aunque aludió a la posibilidad de establecer un pacto bilateral. Pretendía mantener unas buenas relaciones que garantizaran las fronteras occidentales de Polonia ante el temor de verse engullida por la Rusia soviética y el Tercer Reich. Sus poderosos vecinos eran los herederos de aquellos imperios por cuyas manos había perdido su independencia en las particiones del siglo XVIII.

Pero el tema no había quedado zanjado. En enero de 1939, el canciller germano aprovechó la visita del ministro de Exteriores polaco Józef Beck para reiterar la petición, aunque en un tono más enérgico. Al mismo tiempo, sugirió que Alemania vería con buenos ojos que Polonia buscara en Eslovaquia o Ucrania una compensación por la pérdida de Danzig.

La respuesta del gobierno polaco, que confiaba en sus buenas relaciones con Francia, volvió a ser negativa. Y tampoco cedió a las presiones alemanas, a pesar de su antimarxismo confeso, para formar parte de un acuerdo anticomunista, el Pacto Anti­komintern, que por entonces se estaba gestando. Todo pareció quedar en suspenso cuando, en marzo, la Wehrmacht ocupaba Checoslovaquia, convirtiendo a Bohemia y Moravia en protectorados alemanes.

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Con ello, Hitler no solo había contravenido lo pactado en Múnich, sino que Varsovia veía con inquietud cómo su común frontera con Alemania alcanzaba los 2.600 km en lo que parecía una clara estrategia de envolvimiento. Una semana después, y tras un forzado acuerdo con Lituania, Alemania recuperaba Memel, declarada ciudad libre como Danzig por el Tratado de Versalles (el estado báltico se la había anexionado en 1923).

Europa no cabía en su asombro. Las cancillerías se convirtieron en un hervidero. Varsovia rechazó firmar la declaración conjunta de protesta sugerida por Londres y París, pero su gobierno acordó enfrentarse a una amenaza alemana. Esta llegó a finales de mes. El embajador polaco en Berlín fue convocado por Ribbentrop, que le expuso que a partir de aquel momento toda agresión o injerencia polaca en Danzig sería considerada como una agresión al Reich y motivo de guerra.

Sin embargo, el otrora apaciguador Neville Chamberlain, hastiado de los repetidos incumplimientos de Hitler, anunciaba que su país garantizaría la independencia polaca y que Francia actuaría en el mismo sentido. Lejos de amilanarse, Hitler firmó una orden secreta que ponía en marcha el Plan Blanco (Fall Weiss), la operación para invadir Polonia. Se había elaborado bajo el supuesto de que Francia y Gran Bretaña no intervendrían en caso de agresión.

La invasión italiana de Albania y el magno desfile militar celebrado en Berlín para conmemorar el 50 cumpleaños del Führer no hicieron sino incrementar el grado de tensión. Los contactos diplomáticos no lograban dar con una salida pactada. La opinión pública advirtió que el camino hacia la guerra estaba decidido cuando, a finales de abril, el canciller alemán denunciaba ante el Reichstag tanto el pacto de no agresión firmado con Polonia como el acuerdo naval suscrito con Gran Bretaña.

Reclamaba, además, la anexión de Danzig, rechazando con sorna un llamamiento a la paz lanzado por el presidente de Estados Unidos. Al día siguiente, Gran Bretaña anunciaba la movilización de sus fuerzas, con el propósito de mostrar su determinación de ir a la guerra en caso necesario.

El pacto germano-­soviético

Mientras tanto, se estaba produciendo un significativo aumento en el número y nivel de contactos entre los dos archienemigos ideológicos del momento: la Unión Soviética y la Alemania nazi. La sustitución de Maxim Litvinov, de origen judío, por Vjaceslav Molotov en el seno del Comisariado soviético de Asuntos Exteriores eliminó un importante obstáculo para incrementar tales contactos.

Aunque Moscú estaba negociando un acuerdo militar con París y Londres para hacer frente a la agresividad germana (Alemania había firmado con Italia el denominado Pacto de Acero), la lentitud de las conversaciones y la mutua desconfianza de los gobiernos convencieron a Stalin de que había que sondear otras opciones. La oferta llegó en agosto, cuando Hitler le envió un telegrama en que le pedía que recibiera a Ribbentrop.

La respuesta fue afirmativa, y tres días después Ribbentrop y Molotov firmaban en el Kremlin, para estupefacción del mundo entero (en especial de los partidos comunistas europeos), un tratado de no agresión. Entre otros puntos, incluía un protocolo secreto que fijaba la frontera germano-­soviética en el curso de los ríos Narew, Vístula y San, es decir, en el centro de Polonia. Una vez más, y sin que los polacos lo supieran, su país había sido dividido, aun antes de ser conquistado.

La invasión había quedado fijada para las 04.15 h del 26 de agosto. Diversas unidades navales alemanas habían zarpado ya de sus bases y tomado posiciones en el Atlántico para entorpecer cualquier reacción franco­-británica. Sin embargo, a las 16.30 h del día anterior, Hitler fue informado de que británicos y polacos iban a firmar un tratado de defensa mutua, justo cuando Mussolini le comunicaba que Italia no estaría preparada para la guerra hasta 1943.

Presa de un súbito temor, el canciller alemán anulaba la orden de ataque, mientras las emisoras de radio germanas difundían incesantes noticias sobre las atrocidades que los polacos estaban cometiendo contra la minoría alemana. El mismo día, Hitler envió por mediación del embajador británico en Berlín, Neville Henderson, un ultimátum a Varsovia. En él indicaba que aceptaría la llegada de un representante con plenos poderes antes del fin de agosto para tratar de Danzig y su corredor.

No era sino una estratagema de diversión, pues ya había señalado el 1 de septiembre como fecha definitiva para el ataque. Su Estado Mayor le había advertido que, si se volvía a aplazar, la llegada de las lluvias a fines de otoño convertiría la llanura polaca en un barrizal. Imposible llevar a cabo la guerra de movimientos planeada.

Los intentos de mediación continuaron durante tres dramáticos días, pero Hitler no cedió. Por el contrario, su tono se hacía cada vez más beligerante. Por fin, el 30 de agosto, Polonia anunciaba la movilización general, y Henderson comunicaba al canciller germano que Gran Bretaña rehusaba presionar a los polacos para que aceptasen su propuesta. La suerte estaba echada.

Comienza la guerra

Con todo, Hitler necesitaba una excusa para justificar ante su pueblo el comienzo de las hostilidades. Sería proporcionado por Reinhard Heydrich, que ordenó la puesta en marcha de un plan por el que un grupo de SD disfrazados de polacos atacaría las localidades fronterizas alemanas de Gleiwitz y Hochlinden. Ahora la guerra podía empezar.

Así, a las 04.45 de la madrugada del 1 de septiembre, con la primera andanada de los cañones del acorazado alemán Schleswig­-Holstein –fondeado en visita de buena voluntad en Danzig– contra la guarnición polaca de Westerplatte, daba comienzo la Segunda Guerra Mundial. Simultáneamente, las Fuerzas Armadas alemanas dirigidas por el general Walter von Brauchitsch atacaban Polonia por todos los frentes.

Disponían de 58 divisiones divididas en dos grupos, Norte y Sur, apoyados por importantes escuadras aéreas y algunas unidades navales en el primer caso. El plan alemán preveía enlazar lo antes posible Prusia Oriental con el resto de Alemania. Al mismo tiempo, se quería realizar una triple maniobra envolvente, cada una más amplia que la anterior, para provocar el cerco del grueso de las fuerzas polacas al oeste de Varsovia.

Fuente: La Vanguardia

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