E l pasado jueves avanzaba por la avenida Gregorio Luperón hacia la avenida George Washington. Cuando llegué al final del elevado que comunica esa intersección, escuché un bocinazo que casi me saca del vehículo.
Al mirar a mi izquierda, tenía a pulgadas de mí, una enorme patana, que me obligó, en cuestiones de segundos, doblar hacia mi derecha. Pero al girar en esa dirección venía un gigante furgón dando reversa, buscando como parquearse en plena vía. Sé que el primer giro lo hice yo, pero el segundo fue el mismo Dios.

Cuando ya me di por entregado en este horrendo episodio, debió ser el espíritu de mi padre Rafael Santana, que en gloria esté, que pisó el acelerador para que yo pudiera escapar.

Asustado, tembloroso y en medio de la calzada, vi con las manos en la cabeza en señal de lamento, a todo el que contempló este suceso.

Ahí estaban conductores de patanas sin camisas ya parqueados, la vendedora de fritos con salami casi llorando, las trabajadoras sexuales de ese entorno boquiabiertas, y yo con las piernas que me sonaban como maracas.

Pude parquearme un poco más adelante a pasar el trance. Le pido a Dios no dejarme tomar de nuevo esa ruta.

La parte de abajo del lado Sur del Malecón la han convertido en una especie de parqueo y depósito de cabezotes, patanas, furgones y todo tipo de vehículos de alta capacidad, que han hecho de ese lugar su centro de encuentro para descanso de sus choferes, espera de turnos en muelles, negocios de carga y acumulación de chatarras. Eso es insólito. Da grima.

Pero, me dicen a quienes le he contado esta historia que eso es viejo. Quizás tan viejo como Roberto Salcedo o David Collado.
¡Ay Carolina, ven a ver y haz algo! para corregir este problema.

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