Cuando se llega a la edad de 75 años, a la que hoy arribo a Dios gracias, no hay nada mejor que saber que quedan fuerzas y voluntad para seguir viviendo y continuar haciendo lo que uno ha hecho en toda su vida de adulto: amar, escribir y hasta pensar. He amado con todas las fuerzas que nos da el corazón a mi esposa Esther, y a mis hijos, Lara y Miguel, ya profesionales exitosos en sus respectivas áreas de actividad. La vida nos cambia cuando llegan los nietos, nietas en mis caso, Gabriela y Andrea, y uno descubre que por más que se haya amado, esa capacidad no se agota; se agiganta mientras los años te despojan de volumen muscular, te acortan las noches y te hacen más sensible, devolviéndote la perdida y grandiosa oportunidad de llorar y estremecerte ante las cotidianas expresiones de ingratitud y maldad humana.

En los 45 años de los casi sesenta que llevo involucrado en los medios y en el oficio de escribir, lo que me ha llenado a plenitud no son los 15 libros publicados, ni los reconocimientos que cuelgo en las paredes de mi oficina, tal vez muchos inmerecidos. He sabido llorar sobre las páginas de libros que se alojan en lugares arcanos de mi corazón y a pesar de toda la rudeza que nos rodea, supe encontrar en las lágrimas de un niño hambriento y desconsolado motivos para un artículo o un capítulo de libro.
Cuando mi padre murió, aquella plomiza tarde de un lejano mayo, la soledad interior que me invadió me dio las fuerzas que no poseía y la soledad que significó para mi madre apresuró años después su reencuentro.

Con los años aprendí también a pensar y pude encontrar lo que mis ojos no veían; la belleza que sobrevive a la ingratitud humana y que el poder abrazar a quienes se quiere es el tesoro real que nos da la vida. Al aproximarme al ocaso, mi logro verdadero es haber construido alrededor de mis seres amados un baúl de buenos recuerdos.

Posted in La columna de Miguel Guerrero

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