(El autor agradece a Naya Despradel por las valiosas informaciones que hicieron posible la realización de este trabajo)..

Pienso que Emilio Castro Kundhardt no olvidaría nunca aquella infausta ocasión en que el general Alcántara se apareció en su celda y se quedó mirándolo, posiblemente mirándolo, mientras Emilio yacía —abatido y sin fuerzas—, junto a otros compañeros de infortunio en un rincón. Abatido y sin fuerzas, quizás más bien exhausto, desnudo y apaleado, apretujado en los estrechos límites de una fétida mazmorra donde se mezclaban seguramente el olor de la sangre con el olor de los orines y las materias fecales y el dolor de los gritos. Los espantosos gritos de los presos torturados.

El tenebroso general Alcántara, José María Alcántara (el guaraguao Alcántara, como le decían los dominicanos o malfiní Alcantará como le llamaban los haitianos en creol), había ganado fama de asesino y torturador al frente de El Sisal de Azua, una especie de campo de concentración y trabajos forzados de la gloriosa era de Trujillo. En realidad había ganado fama de torturador y asesino en todos y cada uno de los pueblos en que había estado de servicio como militar, tanto en el Este como en el Suroeste, y sobre todo en Nagua. Pero fue en la frontera donde se superó a sí mismo, en el pueblo o poblado de Pedro Santana. Allí, durante la matanza haitiana de 1937, asesinó hombres, mujeres y niños sin compasión, incontables haitianos y dominico-haitianos sin compasión. Los sometía a suplicio, los mataba o los hacía matar a balazos o los ahorcaba en una ceiba o un monte que los haitianos bautizaron con su nombre.

Ese fue el hombre que se apareció un día o una noche en la celda de Emilio. Ahora, en estos momentos, en algún momento de su estadía en el infierno, Emilio vio que el general Alcántara se encontraba en la puerta de la celda, mirándolo fijamente, y era más que evidente que no venía a hacerle una visita de cortesía. Lo miraría con odio, con infinito odio. Se tomaría su tiempo para sacar la pistola, la rastrilló, le apuntó, le disparó, quizás a la cabeza…

Emilio y su hermano Luis José, alias Cuquito, habían sido inquietos políticamente desde siempre. Una inquietud que llevaban un poco en la sangre, herencia familiar. El padre de ambos, Rafael Octavio, también había estado preso por su oposición al régimen junto a Papito Sánchez Sanlley y Amiro Pérez Mera. Pero quizás el mayor sembrador de inquietudes con el que tuvieron contacto Emilio y su hermano fue el sacerdote Daniel Cruz Inoa, que dirigía la ACC, Acción Clero Cultural (entre cuyos fundadores se encontraban Fafa Taveras y Leandro Guzmán).

Por su cercanía e influencia, el sacerdote fue un factor determinante para que los hermanos se integraron al movimiento clandestino de lucha contra el tirano desde que se crearon las primeras células. Las mismas que fueron multiplicándose poco a poco y luego se fusionaron y dieron origen al Movimiento 14 de Junio.

Antes de que se produjera la consolidación de las células clandestinas que había en el país, durante el mes de enero de 1960, se realizaron incontables reuniones preparatorias en Salcedo y Mao. Con la precaución que el caso ameritaba (y el peligro que conllevaba) muchas de esas reuniones se celebraron en la casa de los Castro Kunhardt, en Santiago.

El movimiento se había constituido y construido tras la derrota de la gloriosa repatriación armada de 1959. El sacrificio, el valor, el martirio que habían sufrido los expedicionarios, inspiraba a los integrantes Del Movimiento 14 de junio y estaban dispuestos todo. El objetivo común era liquidar el régimen de Trujillo, liquidar a Trujillo, que ya estaba por cumplir treinta años en el poder, y se planteaba abiertamente la lucha armada. Al parecer había alguna relación con la revolución cubana y alguna vez corrieron rumores de que la ACC en algún momento estuvo esperando armas de ese país, con las cuales propiciarían guerrillas urbanas. En realidad, se estaba hablando de insurrección.

Cuando los servicios secretos del régimen “develaron el complot” y desmantelaron la organización, muchos se quedaron asombrados por las ramificaciones que tenía en todo el país. Se descubrió, con asombro, que algunos militantes eran miembros de connotadas familias de trujillistas y superaban en número lo que podía esperarse.

Emilio tenía 18 años cuando fue hecho prisionero en enero de 1960, pero su hermano Cuqui evadió la prisión, ocultándose prudentemente.

Estuvo preso y mal preso en el centro de tortura conocido como La 40, estuvo preso en el 9 (el centro de tortura del kilómetro 9 de la Carretera Mella), estuvo otra vez en La 40 y finalmente en la cárcel de La Victoria. Allí permaneció hasta junio de 1960, cuando juzgaron a muchos de los complotados que habían sobrevivido y los dejaron libres. Muchos serían reapresados y asesinados.

Emilio Bernabé Castro Kunhardt aparece, por cierto, en una lúgubre fotografía del libro “Complot develado” (“Génesis y evolución del movimiento conspirativo-celular ‘14 de junio’ contra el gobierno dominicano, descubierto por el ‘SIM’ en enero de 1960”), con su correspondiente prontuario “delictivo” y vistiendo una de las tres camisas que se usaron para todos los presos. Fue una publicación del gobierno de Trujillo para desacreditar a los integrantes del movimiento con todo tipo de insultos, y le atribuyeron calumniosamente la autoría a Rafael Valera Benítez, uno de los conjurados. Pero la vulgar calumnia que nunca prosperó.

A la brillante pluma de Valera Benítez se debe una espeluznante descripción del ambiente carcelario de La 40:

“La noche que yo llegué al centro de tortura, aquello parecía la obra de alguna alucinación dantesca. En todo el patio de la prisión y en sus diversas dependencias se torturaba del más diverso modo en medio de un frenesí bestial en el que aparecían entremezclados esbirros y hombres desnudos y esposados dando alaridos y revolcándose como gallinas decapitadas.

“Cuando alguien perdía el conocimiento, como consecuencia de las pelas aplicadas en un cuadrilátero denominado El Coliseo, por dos o tres esbirros a la vez, sobre el cuerpo despellejado, sanguinolento y en carme viva del cautivo, era derramada una lata de agua de sal o se le sentaba en La Silla para reanimarlo con descargas eléctricas”.

De acuerdo con informaciones proporcionadas por Amaury Dargam, que compartió celda con Emilio y otros en La 40, el espacio en que estaban confinados había sido diseñado para unas tres personas, pero metían siete u ocho. Cuenta Amaury que los mantenían desnudos, y que por supuesto, los azotaban, los golpeaban con palos y látigos, y que una de las torturas mentales era que los llevaban a la silla eléctrica, los amarraban, los interrogaban, pero no les pasaban corriente. Era una forma de forzarlos a hablar.

A Emilio lo torturaron con chuchos y palos, y con las pelas que propinaban en el cuadrilátero denominado El Coliseo.

Nada, sin embargo, según lo que cuenta su hermano Cuqui, fue peor para Emilio que aquella infausta ocasión en que el demoníaco general Alcántara se apareció en su celda, rastrilló la pistola, le apuntó y le disparó.

Emilio le contó que el tiempo se detuvo…que no sabía el tiempo que había transcurrido, hasta que se dio cuenta de que no estaba herido…, que le habían disparado con bala de salva…, le dijo que ese fue el día que perdió el miedo a morir…, su peor tortura…, mucho peor que los golpes y la picana eléctrica…

Después de su amarga experiencia carcelaria y el ajusticiamiento de Trujillo, Emilio militó brevemente en la Unión Cívica Nacional, antes de abandonar la política para siempre.

Partiría, al cabo de un tiempo y ciertas vicisitudes en Venezuela, con una beca, rumbo al Instituto Tecnológico de Monterrey, donde se graduó de ingeniero electro-mecánico, carrera que no existía en nuestro país, así que se convirtió en el primer dominicano que obtuvo ese título. Además, tuvo un desempeño académico brillante. Junto a Miguel Gil Mejía fue uno de los pocos que calificó para impartir clases en el Tecnológico cuando eran ya estudiantes de término.

En Monterrey contraería matrimonio con la mexicana Carolina Fuentes, su maravillosa compañera de toda la vida. Tuvo un primer hijo al que llamó Ernesto, y tuvo otro al que llamó Hugo, en honor de su pariente Hugo Kunhardt, uno de los valientes que vino en la Invasión de Luperón de 1949 y que murió calcinado en el hidroavión Catalina, inmisericordemente bombardeado por la Aviación Militar Dominicana. También tuvo una hija a la que llamó Dafne en tributo a su querida madre.

Durante algunos años trabajó en Santiago de los Caballeros como profesor de la Universidad Madre y Maestra, trabajó en Colombia, pero finalmente se estableció en Monterrey. Allí ocupó cargos de importancia en la prestigiosa empresa Grupo Alfa, pionera en el establecimiento de industrias, y luego pasó a Cementos Mexicanos, Cemex.

Al cabo de una feliz, fructífera y larga unión matrimonial la muerte puso fin a sus días en la misma ciudad de Monterrey el 24 de agosto de 2020.

En palabras breves y esenciales, Emilio Castro Kunhardt fue, a carta cabal, una persona distinguida que honró en todo momento su profesión, un hombre de incontables méritos, gran nobleza y valor a toda prueba. Gloria y paz a sus restos.

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