Una oportunidad para manos generosas en una circunstancia muy difícil, que requiere solidaridad

Con la llegada de la epidemia del coronavirus a principio de este año 2020, el miedo a la muerte consiguió que se acataran las consignas de cuarentena para aislar los contagiados e impedir su expansión. De los más afectados, desde el principio, fueron los adultos mayores que viven en residencias especiales aislados del mundo, como en la antesala de un aeropuerto a la espera del último vuelo.

Las noticias de España, Italia y los Estados Unidos de miles y miles de muertos incluían a las “residencias de viejitos” vulnerables por la ausencia de fuerzas y presencia abundante de calendario sobre sus hombros.

Nos tomó por sorpresa lo que empezó como epidemia y se agigantó como pandemia y, peor, porque nuestra memoria no tenía ninguna referencia a un paro, a un aislamiento total.

Nadie se recuerda, porque hace mucho que pasó y porque se desconoce la Historia, que en el pasado ocurrieron muchos desastres devastadores en la población. El más grave fue la epidemia de viruela de 1881, siendo el Padre Meriño el presidente del país, quien no pudo santiguarla y espantarla con la cruz como se hace con los vampiros demoníacos. También fue terrible la de sarampión de 1889 durante el gobierno de Ulises Heureaux.

Desde el 13 de febrero a diciembre del 1881 fueron a parar a una fosa común más 300 personas a uno de los dos cementerios que a pesar de llamarse uno El Municipal y Cosmopolita el otro, la gente, sin entender esos líos teológicos y filosóficos para diferenciar católico de masónico, sencillamente los llamaba los cementerios manso y cimarrón.

El Dr. Eusebio Pons Agreda (luego director del primer hospital formal de Santiago) elaboró un folletín para que la gente tomara medidas que pudieran parar la epidemia. El aislamiento era lo primero.

La sociedad “La Caridad” y la Logia No. 5 trabajaron recogiendo alimentos y recaudando fondos para auxiliar a los
pobres.

Ni la Botica de los Pobres del Lic. Julio de Peña en la calle del Sol, ni la Farmacia Normal del Dr. Ulises Francisco Espaillat (la misma que sigue en el mismo sitio) tenían los medicamentos para parar la epidemia y menos una vacuna. Lo único seguro era un buen traje de “corte impecable y ajuste perfecto” como años después enunciaría don Isaías Peguero de la Sastrería Rey en conversaciones con el Dr. Bueno. Ninguno tenía los medicamentos para parar la epidemia y menos una vacuna.

El Juro Medical Dominicano era un organismo regulador del ejercicio de los médicos profesionales y boticarios que había sido formalizados en 1882 y establecido por Ley en el 83 gracias al Dr. Pedro Delgado (el de la calle Dr. Delgado de la capital) y el inicio de una política de modernización emprendida por Lilís. Con ello se quería impedir la proliferación de brujos y curanderos que arropaban campos y pueblos, aunque el primero en creer en ellos fueran el propio general que gobernaba, quien decía que a él no le entraban las balas. Ese Juro vino como una copia del Jure Medical de Haití, que estaba mucho más adelantado que nosotros. Gracias al Juro, la medicina dio un pasito hacia delante. Contamos en Santiago con el Dr. Eusebio Pons como su representante, aunque él no fuese más que un sacamuelas que llegó juyéndole a la guerra de independencia de Cuba contra el general español Valeriano Weyler, más malo que Buceta.

El primer hospital de Santiago estaba ubicado dentro de la Fortaleza San Luis y en la Iglesia Mayor antes y durante la Restauración, cuando la Sociedad La Caridad (formada en 1881) instaurara el Hospital San Rafael en 1891 frente al Cementerio Municipal y al lado de la Estación Marte del Ferrocarril Central Dominicano (hoy donde están los bomberos). Ese lugar puede ser recordado por generaciones más recientes porque ahí había un centro de Rayos X y porque luego se parqueaba el coche fúnebre como lo registró el lente de Apeco.

Ese hospital que lo dirigió el cubano Dr. Eusebio Pons y poco después por su compatriota Pedro Pablo Dobal, funcionó ahí hasta 1916, cuando llegaron los marinos norteamericanos a controlar las aduanas y adueñarse del país con el pretexto de una deuda.
Cuando el hospital fue trasladado al José Ma. Cabral y Báez, La Caridad, que la dirigía el farmacéutico Emiliano Bergés, crearon, en el espacio dejado por el hospital, un asilo de ancianos cuyos primeros huéspedes fueron tres viejitas desamparadas y sin domicilio.

En el 1922, el Ayuntamiento había votado una ley sobre los pordioseros y mendigos que eran unos 50 repartidos en las pocas iglesias existentes. Gracias a las esposas de los comerciantes se crearon clubes y asociaciones benéficas para ir al amparo de estos infelices. A los mendigos se sumaban dos ciegos, trece dementes, cuando la población rondaba los 11 mil habitantes (4,775 varones y 5,634 de sexo femenino) que, no obstante eso, tenía 8 farmacias aprobadas por el Juro Medical. Solo había dos chinos y 51 haitianos.

En el 1926, el Ayuntamiento donó unos terrenos por Villa Belén y Obras Públicas se encargó del diseño y construcción del Hospicio San Vicente de Paul. El Maestro de Obras Federico Villamil inició los trabajos, los que concluyó el ingeniero Nicolás Cortina para el 1929, con la suma de 20 mil pesos, el nuevo local en el norte de la ciudad, conocido como Villa Belén o “El Maco”. El tren pasaba por detrás (norte) la Sabana Larga por el este. La Cuba por el oeste y la Pedro Francisco Bonó por el sur.

La primera directora del Hospicio San Vicente de Paul lo fue la reconocida educadora Rosa Smester, antes de irse diez años a París. Vivía en una casa victoriana en la calle el Sol frente al Parque Central, aproximadamente donde hoy existe una óptica entre el Palacio Gubernamental y la esquina donde estuvo el local del PRD en los años de Ambiorix Díaz y Virgilio Mainardi Reyna.

A la inauguración del 1930 asistió el arzobispo de Santo Domingo Monseñor Adolfo Alejandro Nouel y Bobadilla, quien felicitó a las damas contribuyentes y anunció al mismo tiempo la dirección del Hospicio a cargo de Sor Santesteban, madre superiora y un equipo compuesto por Sor Balbina Lerga, Sor Angela Joven y Sor Josefa Lara.

En 1959 se construyó en el frente del Hospicio el parque Angelita (hija de Trujillo) que luego devino en Ercilia Pepín, en homenaje más justo y merecido a la educadora santiaguesa.

Con pequeñas subvenciones y algunas donaciones caritativas el Hospicio San Vicente de Paul se sostiene en una soledad que solo entienden los ancianos que en ella habitan.

En el año 1982, el Hospicio tuvo una modificación gracias a los aportes de la iglesia alemana Misserera.

Los “adultos mayores” como se les llama hoy a los que antes les decían “los viejitos” son los más vulnerables y como parte de la sociedad no pueden ser abandonados, porque ya no tengan un rendimiento en la producción económica. Ellos hicieron su aporte y merecen hoy ser acompañados.

La Escuela de Bellas Artes de Santiago, entendiendo el aislamiento espiritual en que viven, decidió formalizar un acuerdo con la institución para hacer un pequeño aporte: llevar la alegría. Es así como los diferentes grupos de estudiantes visitan regularmente el recinto para montar espectáculos de teatro, canto y baile, lo que es muy bien recibido por los abuelitos y así volver a la niñez perdida, bailar, reír y burlarse de la muerte, que los acecha y no se atreve a entrar. *

Este aporte le da una dimensión al accionar de los niños que no solamente se sienten útiles, sino que son parte de un ciclo natural biológico que no puede cortarse como ocurre con los abuelos que se quedan en sus casas hasta el fin de sus días, para que el conocimiento y fluya de generación a generación. Los del hospicio son como el general de García Márquez, no tienen quien le escriba, pero sí quien los alegre.

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