Ninguna escritura es lo suficientemente secreta como para que el hombre se exprese en ella con veracidad.
Elías Canetti

Las naciones pelean unas contra otras. Se habla con frecuencia del “por qué” lo hacen, aunque resulta arduo el precisar “como qué” asisten a la refriega. En todo caso, adoptan un distintivo, un rótulo: luchan como dominicanos o haitianos, como franceses o alemanes. Pero ¿qué significan estas palabras? ¿Cuál es la verdadera pesantez sicológica de saberse y sentirse español o inglés o judío?

Un examen de las costumbres y tradiciones de un pueblo, de su vida pública y su literatura quizá defina una vía decorosa para esclarecer el enigma. Podría pasar por alto, sin embargo, el elemento específicamente gentilicio que está presente, como una “fe”, cuando se va a la guerra. Las naciones, así, habrán de verse como “religiones”.

`El hombre lucha por algo más que una lengua, unas fronteras y una historia. Nadie combate por la defensa de un diccionario, ni mucho menos por el valor de un pasado, que se reduce al conocimiento de unos pocos nombres y de algunas efemérides.
Algo más que identidad y particularismo, la nación es una conciencia, un ensimismamiento perdurable. Acaso una rabiosa conjetura.

La unidad mayor, con la que se siente en relación el hombre, es siempre una alegoría de grupo. El miembro de una nación se ve a sí mismo, disfrazado a su manera, en rígida relación con un determinado concepto que ha llegado a ser lo más importante.

Esos argumentos los explora Elías Canetti en su rutilante obra Masa y Poder. Él analiza los “símbolos de masa” de algunas naciones occidentales: ingleses, holandeses, alemanes, franceses, suizos, españoles, judíos. Se trata, por supuesto, de una condensación en rasgos simples y universales. Un intento, digamos, por definir nociones envolventes, dentro de las cuales los individuos se perciben encarnados.

El inglés, dice Canetti, se ve como “capitán” con un pequeño grupo de hombres sobre un navío. En su derredor, y debajo de él, el mar. Está casi solo, como capitán en gran parte aislado de la tripulación. Al mar, sin embargo, se le domina. El mar es como un caballo que conoce bien su camino.

Los holandeses (ligados tribalmente con los ingleses: por el idioma, la evolución religiosa y la tradición de imperios marineros) se identifican a sí mismos con “el dique”. Unidos oponen resistencia al mar. La tierra que habita, el holandés tuvo que comenzar por ganársela al mar.

El símbolo de masa de los alemanes es el ejército. Pero el ejército, en este caso, es “el bosque en marcha”. Lo rígido y paralelo de los bosques erguidos, rectos, su densidad y su número, colman el corazón del alemán con alegría honda y misteriosa. En el bosque ya están dispuestos los demás, que son asimismo fieles y veraces y enteros, como él quiere serlo. Uno como los otros, firme y alineado cada quien y, sin embargo, apropiadamente distinto en altura y en fortaleza.

El símbolo de masa de los franceses es su “Revolución”. La muchedumbre, víctima durante siglos de la justicia Real, ejerce justicia ella misma. Aquel que se oponía a la multitud le entregaba su cabeza. Los ejércitos franceses que conquistaron Europa surgieron de la Revolución. Encontraron a un Napoleón y descubrieron su máxima gloria guerrera. Las victorias pertenecían a la Revolución y a su general. Solo al emperador le quedó la derrota final.

Como símbolo de masa de los suizos están “las montañas”. El empleo de cuatro lenguas, la multiplicidad de los cantones, su estructura social distinta, el contraste de las religiones: nada logra quebrantar seriamente la conciencia que de sí mismo tiene el suizo. Desde todas partes el suizo mira las cumbres de sus cerros. El difícil acceso y la dureza inspiran seguridad al ciudadano. Separadas arriba, en las cimas, abajo están cohesionadas como un cuerpo único, gigantesco. Y este cuerpo es el país mismo.

“Así como el inglés se ve capitán, el español se ve matador”, ha dicho Canetti. Pero en vez del mar, que obedece al capitán, el torero es dueño de su muchedumbre, que lo admira. El animal, al que ha de lidiar según las ilustres reglas de su arte, es el “marrajo”, el viejo monstruo traicionero de la leyenda. Uno es el caballero que lidia al toro, pero también la masa que se encumbra y vitorea es uno mismo. Por doquier, en todas partes un mar de ojos y aquella voz innumerable.

La imagen de la muchedumbre que escapa de Egipto durante cuarenta años, a través de la arena, se convirtió en símbolo de masa de los judíos. El pueblo se ve reunido, pero antes de haberse establecido ya se percibe en la migración. Nada podría llevar más alto el sentimiento de estar a solas consigo mismo, propio de esta caravana en marcha, que la imagen de la arena.
Ahora la muchedumbre camina, como otra arena, a través de la arena. El mar, que se abate sobre sus enemigos, los deja pasar. Su meta es una tierra prometida que el judío conquistará por la espada.

Con todo, es probable que Canetti desconociera la andanza vital de los dominicanos. Que no se percatara de las criollas (in puris naturalibus) detrás de las vidrieras de Amsterdam, o de aquellas que hacían el oficio doméstico en Milán y Barcelona. Si hubiese intuido nuestra andadura, desde luego, él habría descubierto que el símbolo de masa de los dominicanos es la “yola”.

Emblema de sobrevivencia, pétrea notación de permanencia, la dominicanidad es el futuro que se descubre y navega en el océano de piedra de un pasado sin término. La yola es la unidad que fraterniza en la travesía aciaga, en el impulso centrífugo que nos obliga a salir de nosotros mismos, a romper con nuestra propia semejanza. A ser “lo otro”: a mimetizarnos y convertirnos en “el otro”.

Núñez de Cáceres fue nuestro primer yolero. Navegó hasta Bolívar, y el Libertador esquivó la mirada. Los Trinitarios realizaron el segundo viaje. Duarte y Sánchez y Pina y Serra empujaron la quilla de un gran ensueño. La yola de Duarte naufragó en el verde océano de la manigua venezolana. Una bala de Santana detuvo aquella yola en El Cercado: Sánchez con las zancas en el suelo y el corazón azul.

Le faltaría tino a Canetti para rozarse con esta proposición de errancias y deseos, con este convite de abandonos y codicias, de singladuras y esperanzas que es la dominicanidad. Con trapo de madrás en la frente y la espada envainada de José Joaquín, ataviado de Mariscal español, el pardo Eusebio capitanea en este curso la yola de nuestro ser nacional.

Salta el bote, reflota, sacudido por un estrujón de agua titubeante. La silueta repliega y ladea como mancha umbría en el horizonte de gaviotas. Esbozo lento que avanza hacia ningún lugar. Erguido tizne de gentes. Sombra desvaída en la memoria de los destinos irremediables.

Elías CANETTI (1905-1994). Escritor de lengua alemana nacido en Bulgaria, hijo de una familia comerciante de origen
sefardita. Premio Nóbel de Literatura 1981.

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