Algunos momentos de la historia, muy escasos y particulares, son de decisión y postura. En estos no valen los indecisos, se debe decidir y rápido: o estás a favor o estás en contra de la historia.
En aquel momento, César, que había conquistado Las Galias para el imperio, recibió la noticia que Catón había proclamado que “debía ser procesado y expulsado de Italia”, corría el año 49 a de C.

César buscó intercesión, no quería declarar la guerra civil, pero no le dejaban espacio y lo colocaban entre la espada y la pared. Era norma que el ejército no podía entrar a Roma, para evitar que un general victorioso procurara tomarse el poder absoluto afectando la República. Cayó Julio César, según Suetonio: “extravióse y vagó por mucho tiempo… hasta que al amanecer, habiendo encontrado un guía, siguió a pie estrechos senderos hasta el Rubicón, que era el límite de su provincia…detúvose breves momentos, y reflexionando en las consecuencias de su empresa, dijo, dirigiéndose a los más inmediatos: “Todavía podemos retroceder, pero si cruzamos ese puentecillo, todo habrán de decidirlo las armas” (Vida de los doce Césares, México, edición 1977, XXXI, p. 20-21).

A orillas del Rubicón, riachuelo que separaba, como frontera natural a Roma de las Galias Cisalpina, “los historiadores describieron a César meditabundo y roído por las dudas”. Cruzar el río con las legiones sería ser declarado enemigo público y empezar la guerra civil que, no podría preverlo César, encendería la mecha que terminaría consumiendo la República que durante varios siglos había dado estabilidad a la Urbe. Allí, César “reunió a su legión favorita, la decimotercera, y habló a los soldados…hacía diez años que les conducía de fatiga en fatiga y de victoria en victoria, alternando sabiamente la indulgencia y el rigor” (Montanelli: Historia de Roma, 242). Y, según Suetonio les dijo: “Marchemos a donde nos llaman los signos de los dioses y la iniquidad de los enemigos. La suerte está echada”.

César había “echado el dado”, solicitaba a los dioses los buenos augurios. La suerte le sería provechosa. Ella, normalmente, se deja seducir por los osados. Al cruzar el rio desató la guerra civil. César “con aquella legión, seis mil hombres, contra los sesenta mil que Pompeyo había reunido ya”, había iniciado hechos impredecibles. Dos meses después, en marzo, entró a Roma, dejando el Ejército fuera de la ciudad. “Se había rebelado contra el Estado, nos dice Montanelli, pero respetaba sus reglamentos”.

César desató la guerra civil y tras largas batallas venció. Luego, con rapidez, repuso el orden en los asuntos internos del Estado.
Su estrella estaba en el clímax. Sus acciones habían dado, quizás, el golpe inicial a la República, pero configuraría las instituciones del futuro imperio. Incluso, su nombre, pasó, con el tiempo, a ser sinónimo de Emperador.

Pero aquella noche histórica, luego de un espectáculo público y un festín, en las Galias, cuando escondido partió con pocos compañeros hasta el rio, lleno de dudas, enviando mensajeros por indulto que eran rechazados, César, el César, tomó una decisión que cambió la historia.

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