Las Águilas Cibaeñas clasificaron y estarán en la serie semifinal de nuestro béisbol. Como es natural, por culpa de las consecutivas derrotas de nuestro equipo estábamos nerviosos, con serio temor de recibir “cuerda” de los contrarios si quedábamos fuera de competencia.

Soy un aguilucho empedernido, de esos que juran que no podemos perder, que no hay nada más excitante que ganarle al Licey, que nuestro estadio es el más alegre del mundo, que nuestra Aguilita es la mascota más fenomenal del universo, que no hay merengue tan contagioso como “Leña” y que Cucharimba es un mago moderno.

Por ello, cuando “no vemos a Linda”, como sucedió en muchos de los últimos juegos, no vamos al play, le echamos la culpa del fracaso al Chilote y hasta al fenecido Guallaberudo, si es que así se escribe el nombre de aquel pintoresco personaje.

Y en esos tristes momentos, para intentar variar el ingrato desempeño, apelamos a un secreto no exclusivamente sureño: las cábalas. Y aunque no les doy crédito (por Dios, soy civilizado), la verdad es que en ocasiones resultan.

Una cábala es una superstición, algo que si hacemos provoca que nuestros deseos se hagan realidad. La mayoría la ejecuta en secreto, dizque porque así es más efectiva; otros, en cambio, la pregonan con orgullo, como si eso ayudara a su causa.

Hace días nos reunimos varios amigos para analizar las razones del desplome de nuestro equipo. Como por arte de magia, casi a coro exclamamos: “Las Águilas no triunfan, porque no he recurrido a mis cábalas”. Inmediatamente hubo una guerra de cábalas.

Afirmábamos que solo la nuestra podía cambiar nuestro rumbo y, mientras lo hacíamos, observábamos a los demás de reojo, con recelo.

Uno aseveró que deberá ir al play con la ropa interior al revés, que ahí estaba la clave. Otro dijo que le echará Agua de Florida a la gorra antes de iniciar el partido y que eso sí que funcionará. El alcohólico del grupo expresó que las derrotas se debían a que había roto su promesa de no beber durante el juego, pero ya. La única dama presente, algo imprudente, se destapó que prometió no mentirle al novio si las Águilas avanzaban.

Y yo no podía quedarme atrás. Manifesté orondo que nuestra fortuna cambiará pues me pondré mi camisa mamey de la buena suerte, que tiene un don, un misterio, un no sé qué, algo casi místico que inyecta gallardía al equipo y eso lo convierte en invencible.

Al final todos disfrutamos de las ocurrencias. Y concluimos que no creíamos en las absurdas cábalas, pero que las llevaríamos a la práctica, por si acaso. Y así lo hicimos. Y el resultado: ¡clasificamos!

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