La medalla de oro a la educación otorgada por una universidad española al expresidente Leonel Fernández en febrero del 2014, tiene el mismo valor que el título de Estadista del Año que una empresa extranjera le confiriera al final de su último mandato. El primero le fue entregado al hombre que violó sistemáticamente la ley que otorgaba el 4% del Producto Interno Bruto al sector educativo preuniversitario y el segundo a quien dejara al país el mayor déficit fiscal de su historia y el más brutal legado de corrupción del que se tenga memoria.

La pasión por los títulos y los reconocimientos del exmandatario es antológica, tal vez con sólo un precedente en Trujillo. La diferencia es que éste los usaba para anestesiar a la población con una aureola de grandeza falsa y el señor Fernández los necesita para alimentar su ego y mantener una triste y penosa competencia unilateral con su sucesor, quien no busca ni al parecer pretende homenajes sino el afecto de sus gobernados.

La cuestión es que el expresidente no puede estarse quieto por un tiempo prudente y su excesivo protagonismo lo lleva irremediablemente a cometer un error tras otro; a forzar por espacios que no le pertenecen, como una cuarta presidencia, lo que congelaría el relevo natural de liderazgo que tanto precisa la nación. Como ya un intelectual de Santiago observara, la aflicción por la pérdida de los oropeles del cargo se le notan en el rostro, sin que se trate de la nostalgia natural de buenos tiempos idos, sino el de saberse relegado a un segundo plano, huérfano de los elogios y genuflexiones que ya tuvo, sin importar que en su mayoría fueran pagados por las concesiones graciosas que el poder sin límite, como fue el suyo, permiten.

La historia nacional enseña que el prolongado ejercicio del poder sólo deja pobreza y corrupción y su eventual regreso, por fortuna al parecer improbable, sin el contrapeso de una oposición vigorosa y rejuvenecida, conduciría inevitablemente a la dictadura.

Posted in La columna de Miguel Guerrero

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