De nuevo, el doctor Frank Moya Pons nos entrega una obra singular: Infraestructuras: Las bases físicas del desarrollo dominicano. Auspiciada por el Grupo Empresarial Estrella en la celebración de sus 35 años de auge, en estos folios asoma un recuento histórico y gráfico de las principales instalaciones y estructuras realizadas en el país al servicio de la población y los sectores productivos durante los últimos 145 años.
En el itinerario del libro sobresalen el enfoque prolijo del historiador, la ojeada ancha del economista y la comprensiva intelección del sociólogo. Cabe resaltar, además, el estético raciocinio del autor en la selección de este conjunto de imágenes, dentro de un vasto acervo disponible de fotografías y grabados históricos.

Con modestia, dice el doctor Moya Pons: “No es un catálogo ni un inventario de las obras públicas nacionales, porque para recoger toda esa información se necesitarían varios gruesos volúmenes debido a la enorme cantidad de construcciones realizadas por los gobiernos durante los últimos 145 años”.

Puedo afirmar que estas 400 y tantas páginas cuidadosamente editadas, cargadas de relatos y reflexiones y estampas admirables, aportan la más escrupulosa cartografía de nuestro progreso material. En un ameno trayecto, el atisbo del historiador nos lleva, paso a paso, por los caminos reales, los primeros ferrocarriles, las viejas carreteras de macadam, los incipientes trayectos asfaltados y las carreteras de alta velocidad. Luego será la proeza de Musiú Bogaert y sus canales de regadío, y los rompeolas y puertos marítimos ejecutados por Félix Benítez Rexach. Más adelante vendrán los embalses de aprovechamiento múltiple, las centrales para generar electricidad, los acueductos y sistemas de tratamiento de agua, los ensanches y urbanizaciones, los parques y las zonas para preservación ecológica de las ciudades, los grandes distribuidores de tráfico en Santo Domingo y Santiago, el tren de pasajeros (el Metro) de Santo Domingo, las nuevas autopistas del Corredor Turístico del Este, los grandes aeropuertos, los puertos comerciales y los muelles de cruceros, así como la vasta infraestructura de hoteles para la demanda turística.

Con todo, propongo ahora un vistazo al pasado, hasta alcanzar el año 1874, punto de partida de este libro. En las pequeñas poblaciones donde vivían nuestros antepasados no había acueductos ni tuberías para llevar agua a los hogares, ni conductos para descargar los residuos generados por la gente. Tampoco había caminos que enlazaran las regiones, ni puentes para atravesar los ríos y las cañadas.

En esa hora lejana, no obstante, ya don Pedro Henríquez Ureña urdía ensueños de porvenir. Estas son sus palabras. “En 1874 comienza para la República Dominicana un inesperado florecimiento. Se cierra el período de ‘los seis años’ del gobierno de Buenaventura Báez: desaparece la amenaza de anexión a los Estados Unidos, rechazado el proyecto en el Senado de la gran nación y repudiado por el pueblo de la pequeña; se convoca una Asamblea Constituyente que reforma la Carta fundamental del país (la de setiembre de 1866) a principios de 1874 y después una Convención Nacional que introduce nuevas reformas, sancionadas en marzo de 1875, todas de orientación liberal: la más característica era el sufragio universal, con voto directo”.

Es obvio que nuestro gran humanista disertaba acerca de un relativo florecimiento político, de un progreso institucional temeroso y precario. Porque la realidad material, innegable, era la de un país cuasi despoblado y, como señalé, sin caminos, puentes, ni canales de riego, sin acueductos ni obras de saneamiento. Carecíamos de recursos financieros y de industrias básicas. El sector agrícola era arcaico y reducido. A mediados del siglo XIX, el desarrollo material de nuestro territorio era inferior al de la más remota provincia del imperio romano en los días del nacimiento de Jesucristo. Inferior, asimismo, al de aquella Tenochtitlán que Hernán Cortez contemplara tres siglos y medio antes del delirio de progreso de don Pedro Henríquez Ureña.

Como síntesis dramática de la realidad nacional, traigo aquí un relato del año 1900 del escritor Tulio M. Cestero, citado por Moya Pons en los primeros folios de su libro: “De Santo Domingo hasta La Vega el camino era un solo pantano; no caminaban veinte pasos las bestias sin atravesar charcos, verdaderos arroyos de lodo, en los cuales el animal se sumerge hasta la barriga y sale gracias a la voluntad de las bestias criollas, a la espuela y los gritos del jinete…. Hacer caminos, he ahí la gran obra de empresa inmediata. Mientras los caminos sean estos pantanos interminables, estas veredas estrechas, estas agrias cuestas, el Progreso no pasará por ellos. Hay un gran número de frutos menores en el Cibao que podrían traerse a la Capital y hay en Santo Domingo productos industriales que podrían ser llevados allí; operaciones ventajosas para ambos mercados. Pero sin caminos que hagan rápido y barato el transporte, ¿cómo ha de llevarse a cabo este cambio útil y necesario? El Gobierno debiera pensar menos en los palacios de las ciudades y más en los caminos”.

Ya José Ramón Abad había documentado con detalles esta carencia en su estudio República Dominicana: Reseña general geográfico-estadística, presentado en la Exposición Universal de París de 1888. Abad pronunció la sentencia: “Unir la región del Sur con la del Norte de la República, es decir, la Capital con el Cibao, por lo menos hasta Santiago…” con una carretera. La falta de integración económica del país solo podía desaparecer, decía Abad, “por el único medio eficaz que hay de lograrlo: es decir, por la construcción de algunos caminos carreteros y de las vías férreas más precisas, solicitadas, a la vez, por el interés político y por el interés social de la República”.

Debido a la ausencia de capitales, fracasó más de una vez la iniciativa de personalidades del Cibao para construir caminos hacia los puertos de Montecristi y Puerto Plata. El mismo inconveniente frustró también el optimismo de empresarios como José Manuel Glass y Washington Lithgow quienes, sucesivamente en 1874 y 1879, intentaron la apertura de un camino carretero entre Santiago y Puerto Plata.

Entretanto, los cursos de agua del Yuna y del Yaque del Norte, habilitados tras modestas obras de canalización, atendían el perezoso transporte de productos agrícolas (tabaco y cacao) y forestales (principalmente campeche y caoba) desde el Cibao hasta los refugios marítimos de Samaná y Montecristi.

Chispazos de optimismo surgían, pese a todo, dentro del escaso empresariado de la época. Algunas tercas voluntades intentaban abrir senderos que unieran el Cibao con las salidas hacia el Atlántico y la bahía de Samaná. La necesidad de recursos económicos, implacablemente, frustraba aquellos empeños.

Si bien hubo ferrocarriles en el país desde 1874, su construcción fue obra de beneficio restringido a los centrales azucareros de la región sudoriental. El tren, en tal caso, sustituía las carretas y los bueyes que hacían el “tiro de la caña” a los ingenios y, luego, transportaba el azúcar procesada hasta el puerto de embarque.

La anhelada construcción del primer ferrocarril para movimiento de carga y pasajeros se inició en 1877, mediante una concesión al gestor norteamericano Alexander Crosby. El propósito consistía en poner en marcha un denominado “tranvía eléctrico” de Santiago a Puerto Plata. Por las dificultades topográficas y geológicas de cruzar la Cordillera Septentrional, el proyecto fue anulado dos años más tarde, y renovado en 1881 con el objeto de construir un ferrocarril que enlazara a Santiago con Samaná. Un proyecto mucho más factible que el anterior, dado que ese tren cruzaría las tierras llanas de las cuencas de Camú y Yuna que oponían menos obstáculos a la instalación de vías férreas.

Tras recurrentes avatares, y fruto del apoyo resuelto de un héroe empresarial llamado Gregorio Riva, los rieles llegaron de Sánchez a La Vega en mayo de 1887. Prácticamente en la ruina, por los sobrecostos surgidos durante la construcción de la vía férrea, los concesionarios del tren lograron que el gobierno los eximiera de ejecutar los tramos restantes: de Santiago a La Vega y de Sánchez a Samaná. En aquellos días se dijo: “el ferrocarril Santiago-Samaná nunca salió de Santiago y nunca llegó a Samaná”.

Lo cierto es que aquel tren de Sánchez a La Vega, con una locomotora de vapor tirando de siete u ocho vagones en un trayecto de casi 80 kilómetros, transformó el escenario económico regional, al permitir la exportación de los principales cultivos comerciales de la zona (café, cacao). Al mismo tiempo, el tren hizo de Sánchez el principal puerto para la entrada al país de mercancías extranjeras, y activó decenas de negocios colaterales en La Vega, orientados a la importación y a la exportación.

En palabras de Frank Moya Pons: “La animación económica producida por el ferrocarril generó también una activa animación cultural encabezada por la Sociedad La Progresista y la Sociedad Amor al Estudio, cuyos fundadores querían, mediante la expansión y diseminación de la cultura, poner fin a los tiempos de revoluciones, cuartelazos y caudillismo. Además de las sociedades culturales mencionadas, los veganos crearon escuelas, entre ellas un liceo secundario. Varios jóvenes viajaron a la capital a estudiar con Eugenio María de Hostos. Crearon también nuevos clubes sociales (el Camú y el Club de Amantes del Progreso). Fundaron el primer diario vegano (Las Noticias) que publicaba reportajes internacionales transmitidos a través del cable francés instalado en aquellos días por el Gobierno. Ese tren abrió una nueva etapa de acelerados cambios sociales y culturales”.

Consecuencia de los beneficios originados por el tren Sánchez-La Vega, la iniciativa de empresarios de Santiago y Puerto Plata logró materializarse, en 1897, en una vía férrea que unía estas dos poblaciones. En los años siguientes, los “caminos de hierro” se multiplicaron hasta entrelazar las dos rutas ya construidas con los núcleos principales del Cibao Central: San Francisco de Macorís, Salcedo y Moca.

Otro suceso trascendental tiene lugar en La Cumbre, cerca de Villa Altagracia, 35 años después de la apertura del ferrocarril Sánchez-La Vega: “Señor Almirante Robinson, señoras y señores: Había estimado siempre como factor deprimente del progreso de la República la falta de contacto directo y personal entre el centro director, que es la capital, y las regiones del trabajo nacional mejor pobladas: la comarca cibaeña. Si el país considera serenamente lo que esta obra significa para su prosperidad, le podría ser permitido, solamente, sentir el pesar de que hubiera sido ejecutada durante este período doloroso”.

Así hablaba Teófilo Cordero y Bidó, Gobernador Civil de la Provincia de La Vega, el 6 de mayo del 1922. Se inauguraba ese día la carretera Duarte y el Gobierno militar de Santo Domingo lo declaraba Fiesta Nacional. Aquel humilde camino, apto para circular a 40 kilómetros por hora sobre un pavimento empedrado con macadam hidráulico, produjo un milagro. Transformó de improviso nuestra percepción de la distancia, al convertir en una sosegada travesía de cuatro horas lo que siempre fue un escabroso viaje de tres o cuatro días entre Santiago y Santo Domingo, atravesando, a lomo de caballo, ríos caudalosos, pantanos y montañas escarpadas.

El 14 de agosto de 1986, en mi intervención como Secretario de Estado de Obras Públicas al entregar el segundo trabajo de ampliación de esta obra centenaria, quise expresar lo siguiente: “Los episodios realizables de la vida económica y social de nuestro país no registran suficientemente la historia de este camino. Acaso porque estamos ante el envés del ejemplo tradicional, y será la crónica de nuestra modernidad económica la que habrá de inscribirse como un capítulo en la historia de este camino que es la carretera Duarte”.

La apertura de la carretera Duarte, hará casi cien años, irradió de inmediato lo que el Receptor General de Aduanas llamó “el germen de la construcción de carreteras”. A partir de entonces los gobernadores provinciales, los ayuntamientos y las personas prominentes de los pueblos empezaron a reclamar que sus comunidades fueran enlazadas con los ejes de las tres principales carreteras.

Esto así, porque ya el concepto radial en el ordenamiento de las carreteras estaba prácticamente definido a la salida de las tropas de ocupación en 1924. En efecto, la carretera Duarte se extendía de Santo Domingo a La Vega, Moca, Santiago, Montecristi y Dajabón; la carretera Mella cubría el trayecto hasta San Pedro de Macorís, Hato Mayor, El Seibo e Higüey; y la carretera Sánchez tocaba prácticamente la población de Elías Piña, en la línea fronteriza.

Al finalizar el Gobierno militar norteamericano, la geografía nacional disponía de 648 km de carreteras consideradas de primera clase y de 154 km de vías similares en proceso de construcción, de 405 kilómetros de caminos cuya condición necesitaba obras de mejoramiento, además de 723 km de carreteras diseñadas. El gobierno de Horacio Vásquez, de 1924 a 1930, continuó el programa de obras viales y agregó 212 km al inventario existente. Afirma el doctor Moya Pons: “Para 1930 las principales regiones del país estaban ya conectadas con la capital de la República”.

En la actualidad, y como resultado del esfuerzo de sucesivas administraciones, todas las ciudades, municipios y parajes de nuestro territorio son accesibles a través de una red de 5,500 km de carreteras y 12,700 km de caminos vecinales y otras vías rurales. A través de los 1,400 km de carreteras troncales circula el 70% de la carga y más de la mitad de los viajeros dentro de nuestro territorio.

He mencionado, en síntesis, lo que considero grandes hitos inaugurales en la articulación de nuestro espacio económico, que es como decir las piedras de sillería que soportaran el inicio del progreso material de la República. En orden cronológico señalé el ferrocarril Sánchez-La Vega, inaugurado en 1887, y la carretera Duarte, de Santo Domingo a Santiago, abierta en 1922 por el Gobierno de ocupación.

Ahora traeré ante ustedes lo que juzgo como otro jalón esencial del desarrollo nuestro. Poseemos un amplio corredor de casi 350 kilómetros que, en apenas dos horas, nos lleva de la capital dominicana a los centros turísticos de Punta Cana y Bávaro. Y, en cuatro horas, hasta las playas de Miches y Sabana de la Mar, donde se construye un puerto de ferry-boats que hará posible el traslado de vehículos de motor hasta otra instalación semejante en la ciudad de Samaná. En el ámbito de este corredor vial funcionan cuatro aeropuertos internacionales, dos grandes puertos comerciales y tres puertos de cruceros. Más de cinco millones de turistas y viajeros en cruceros oceánicos ocupan los restaurantes, las tiendas y las playas, y se alojan en las 45 mil habitaciones construidas en el ámbito de esta vía expresa.

A nadie escapa que el turismo representa el más vigoroso motor de la economía dominicana. Dinamiza, al mismo tiempo, la construcción, la producción industrial, la agricultura, los servicios y algo no menos importante: la creación del empleo honesto y fructuoso. A través de la arteria vial de Santo Domingo a Punta Cana y Sabana de la Mar se nutre el corazón de la economía nacional.

No dispongo de ningún argumento para dudar que la creación de este magno eslabón de nuestra infraestructura, orientado a motorizar la industria turística, constituye la tercera gran referencia en la transformación de la base productiva nacional, junto al ferrocarril Sánchez-La Vega (de 1887) y la carretera Duarte (de 1922). En sus circunstancias respectivas, el impacto ocasionado por cada una de estas obras ha devenido en cambios estructurales trascendentes, decisivos e irreversibles en el progreso económico del país.

Presa de Valdesia en el río Nizao.

Debemos reconocer, además, que el concurso de la iniciativa privada en el financiamiento y la consolidación de la infraestructura nacional bajo ningún pretexto podría omitirse. Entre las contribuciones de este sector bastaría con mencionar algunas obras señeras: los aeropuertos internacionales de Punta Cana y de Santiago, el puerto multimodal de Caucedo y los terminales de cruceros turísticos construidos en La Romana y en la bahía de Maimón, Puerto Plata, además de los campos instalados en diferentes lugares del país para la generación de electricidad mediante energía eólica. Un 70% de los flujos de pasajeros hacia el país circulan por los aeropuertos privados de Punta Cana y Santiago, el puerto multimodal de Caucedo procesa tres cuartas partes de nuestro movimiento anual de contenedores y ocho de cada diez excursionistas pisan tierra dominicana en los puertos de cruceros de Puerto Plata y La Romana.

Debido a la amplitud del tema, no menos que por reservarle una grata sorpresa a quienes se asomen a estas páginas, omitiré nuevas acotaciones en torno a las numerosas obras de infraestructura descritas por el doctor Moya Pons en este compendio magnífico.

Pero no debo finalizar mis palabras sin realizar un acto de justicia. Me siento obligado a mencionar algunos de los grandes nombres profesionales, aunque en el silencioso anonimato, inspiradores y responsables auténticos de este egregio conjunto de obras citadas por nuestro historiador. Guardo en la memoria las voces y los rostros de muchos de esos artífices que, con talento y coraje, materializaron nuestra infraestructura productiva y de servicio social.

En primer término, me honra mencionar al ingeniero Pascal Santoni Vivoni, graduado con honores por la Universidad de Cornell, en Ithaca, New York. Tras su regreso al país en 1948, Santoni revolucionó el panorama de la ingeniería vial dominicana al iniciar la aplicación de los criterios y las especificaciones técnicas con que eran construidas las carreteras modernas. Fue como pasar, en un santiamén, de los “caminos de herradura” a las autopistas de alta velocidad del siglo XX.

De igual manera, me siento gratamente ennoblecido cuando reconozco a los ingenieros Leonte Bernard Vásquez y Mario Penzo Fondeur. Desde la cátedra universitaria y en el ejercicio profesional, ambos maestros crearon los cimientos formativos de ese conjunto de ingenieros estructurales en quienes descansó el diseño y la realización de muchas de nuestras principales obras de ingeniería civil: los puentes, los puertos, los rompeolas, los viaductos y las complejas estructuras destinadas a la industria.
Con satisfacción similar he de reconocer la trascendencia de los ingenieros Louis Bogaert (el musiú Bogaert de la leyenda), Marcelo Jorge y Augusto Rodríguez Gallart. En diferentes momentos y con registros técnicos también distintos, fue de ellos el más sustancial aporte en el aprovechamiento agrícola y energético de nuestras aguas. Idearon e hicieron los canales, las grandes presas hidroeléctricas, los pequeños embalses de montaña, las presas reguladoras, las estructuras para control de inundaciones…

Podría asegurar, asimismo, sin incurrir en exageración, que el inventario de nuestra infraestructura de ingeniería sanitaria, en lo esencial, no es sino un catálogo de las obras concebidas y ejecutadas por dos eminentes dominicanos: los ingenieros Luis Bonnet Báez y Emilio Almonte Jiménez. La generalidad de los acueductos, de las redes para drenaje pluvial en las ciudades, de los sistemas de drenaje de aguas negras y de las plantas de tratamiento sembradas en la geografía nacional llevan la impronta de la habilidad y la energía de estos dos capitanes del honor y del trabajo.

Para concluir, va mi gratitud al doctor Frank Moya Pons y al ingeniero Manuel Estrella. A Frank, un viejo amigo de infancia, por seleccionarme para presentar este libro sin igual. Y a Manuel, también un viejo amigo, aunque sin el equipaje de caducidad que Frank y yo exhibimos con inapelable estoicismo, por concederme las frases inaugurales de sus dos libros emblemáticos. Primero, aquel admirable volumen ilustrado con fotografías de Domingo Batista de las instalaciones y las obras realizadas por el grupo en sus 25 años; y, ahora el de los 35 años de las empresas del Grupo Estrella, con el catálogo de la infraestructura nacional ordenado espléndidamente por el doctor Frank Moya Pons.

Gracias, de corazón, a estos dos amigos. Y mi agradecimiento personal a todos ustedes en esta noche de reminiscencias y de júbilo.

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