El Teatro de la Zarzuela está cerca. Usted caminará desde el Palace, bajo la terca llovizna de la noche madrileña. Tan sólo cinco o seis cuadras y aparece entonces el hermoso edificio. Un público abigarrado colma el recibidor media hora antes de la apertura. Habrá tiempo de curiosear, entretanto, antes de subir a los palcos del segundo piso.

Aquella noche representan La Púrpura de la Rosa, ópera del siglo XVII con música de Tomás de Torrejón y Velasco y libreto de Pedro Calderón de la Barca. El melodrama fue estrenado en la Lima virreinal de 1701, en las ofrendas al advenimiento de Felipe V, el joven príncipe francés que inauguró en España la dinastía de los Borbones.

Calderón recrea en verso el tema mitológico de Venus y Adonis, según el relato de Ovidio en el libro décimo de Las Metamorfosis. Las Ninfas de Venus, atacadas por un jabalí, piden ayuda. La diosa ha decidido enfrentar, ella sola, a la bestia. Adonis, que cazaba en los alrededores, corre en su ayuda y logra herir al animal. Venus, aturdida, cae en los brazos de Adonis. La seducción es inmediata. Pero Adonis se burla del amor. A ella le cuenta de su nacimiento y de la mala suerte que se ensaña contra él. “Morirás por culpa del amor”, le ha sentenciado el oráculo.

Aparece entonces el dios Marte, alarmado por las quejas de Venus. Quiere conocer las razones de su turbación. Ella enmudece para no poner en peligro a Adonis. Marte le reitera su pasión y declara que por ella abandonó a su ejército en guerra contra la ciudad de Egnido. Marte interroga entonces a las Ninfas acerca de lo ocurrido, y sólo Libia se atreve a hablarle. Belona desciende de los cielos para llevar de nuevo a su hermano Marte al frente de las tropas.

Venus, desconsolada, pide a las Ninfas que la dejen descansar sola en su jardín. Se deja conducir por aquel amor que la atormenta. Descubre de pronto a Adonis dormido a la sombra de una roca. Venus quiere, por intermedio del dios Amor, vengarse del desdén. El dios ciego dispara sus dardos infalibles. En aquel momento las voces de Venus y Adonis se elevan en un soberbio dueto pasional. Las Ninfas reciben a los dos enamorados.

Marte victorioso es aclamado por sus soldados y por Belona. Confiesa a su hermana el amor por Venus y cómo se vengará de Adonis. El dios Amor, escondido, espía la conversación entre Marte y Belona. La mujer lo descubre, pero el dios logra huir para proteger a Adonis. El Amor busca refugio en la gruta adonde vive encadenado el Desengaño. Marte entra también en la caverna y se encuentra de frente con las representaciones alegóricas del Temor, la Sospecha, la Envidia y la Ira. El Desengaño le hace ver en su espejo las campiñas de Chipre, donde Venus y Adonis gozan apaciblemente de su intimidad. Ante la cólera de Marte, la tierra se estremece.

Venus y Adonis, en otro hermoso dúo, dialogan sobre las pautas del amor. El dios Amor aparece y los previene del peligro. Adonis debe marcharse. Venus, para protegerle, envenena las aguas del Leteo y de la Estigia que, ya desatadas, perturban la razón de Marte. Belona llega en su ayuda. Con el propósito de desagraviar al hermano, pide a la furia Megara que convierta al jabalí en invulnerable, como manera de acabar con Adonis.

Venus, despavorida, hace irrupción con sus Ninfas. Acaba de oír los gemidos de Adonis herido por el jabalí. Lo descubre, al fin, agonizante y muere de dolor junto a él. Júpiter, emocionado, transforma a Venus en estrella y coloca a Adonis a su lado, en los cielos, bajo la apariencia de una rosa púrpura. El Amor ha logrado vencer los celos del dios Marte. Un sol que declina invade suavemente la escena.

El montaje de la ópera fue una colaboración del Coro del Teatro de la Zarzuela, del Ballet del Gran Teatro de Ginebra y del Conjunto Instrumental Elyma. La música nos trae al mundo del barroco hispano, con sus excesos, su rica armonía, sus ritmos pegadizos y sus efectos desbordantes. La estructura armónica de La Púrpura de la Rosa está organizada según los estados de ánimo del drama calderoniano. La ópera discurre a través de una sucesión de canciones animadas; la mayoría estróficas, rítmicamente integradas, reguladas por la línea del “bajo continuo” e imbuidas de ritmos de bailes.

Majestuosa, espléndida fue la representación de aquella noche en el Teatro de la Zarzuela. Cada ingrediente contribuyó a ese designio: una sala con acústica tal que usted se percibe inmerso en la caja de resonancia de un gran pianoforte; solistas con voces perfectas en el timbre y en la altura; masas corales de acentos conmovedores; una orquesta virtuosa, seráfica, a la usanza del barroco (con clavicordio, arpas, laudes, vihuelas, guitarras, violines, tamboriles); un vestuario tan original como imaginativo. Y algo excepcional: todos los personajes fueron representados por mujeres (los castrati no estaban bien vistos en la España del siglo XVII y no cantaban en los teatros). De esta suerte, Graciela Oddone hizo el papel de Adonis e Isabel Monar el de Venus; Cecilia Díaz fue Marte; Victoria Manso, el dios Amor; y Stephanie D’Oustrac encarnó a Belona.

El erotismo musical de la partitura de Torrejón se aprecia también en el uso, como artificio de seducción, de una música intensamente ornamentada y expresiva. El aprovechamiento de géneros hispanos (coplas, tonos, tonadas, estribillos y pequeñas secciones de recitado) permite el fluir del texto hermosamente dramático y sensual de Calderón. La voluptuosidad se alcanza a través de la abundancia de ornamento. El barroco rechaza la simetría y los espacios desiertos. Ya se ha dicho: el barroco es, en esencia y en presencia, horror vacui, digamos el pánico frente a lo vacío.

Los deseos ansiosos de Venus y la inconsciente sed amorosa de Adonis son la base para una obstinada repetición de melodías, ritmos y fragmentos que se afincan en la explicación renacentista del poder de la música. Era entonces una creencia que el encanto sensual de este arte sólo podía lograrse mediante la repetición, “ya que el desvanecimiento del sonido en el aire impide que la música pueda ser contemplada ininterrumpidamente como un cuadro”. Y, por supuesto, dado que “el tiempo destruye tal armonía en un instante, la música enamora al que la escucha sólo mediante la repetición”.

A pesar de que el siglo XVII constituyó la Edad de Oro del teatro español, y que las comedias y zarzuelas se representaban tanto en España como en remotos dominios de las Américas, no fue la ópera un género habitual en el universo hispánico de aquel tiempo. De ahí que la producción de La Púrpura de la Rosa en el palacio virreinal de Lima, Perú, en 1701, constituyera un singular acontecimiento histórico y artístico. Porque La Púrpura es la primera ópera compuesta y representada en el Nuevo Mundo, e innegablemente constituye un símbolo español de origen y de carácter.

Usted sale del Teatro de la Zarzuela. Es tarde y aún llovizna. En la Carrera de San Gerónimo asoma un taxi. Ahora el auto se dirige al Zalacaín. En su cabeza sobrevuelan los ecos de Calderón: “Cómo al verte sabré forzar y reprimir / aquel amenazado influjo en que nací. / Pues, ¿no me viste entonces? / Confieso que te vi, pero no te miré. / ¿Y hay como distinguir / el ver del mirar? / Que el ver es sólo ver y el mirar, advertir”.

A la sazón, usted lo advierte: Madrid es una doncella que desnuda sus cautelas después de la media noche.

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