La bestia logró mantener a raya a sus hermanos con medidas draconianas que incluían la deportación, el privilegiado exilio en un cargo diplomático, como el que le tocó sufrir a Virgilio Trujillo, pero también prisión y amenazas de muerte o la muerte misma en el peor de los casos. Es posible (y esto se ha dicho y repetido muchas veces) que en más de una ocasión haya ordenado, en uno de sus frecuentes accesos de rabia, ejecutar a Petán o Aníbal, e incluso a su propia esposa cuando ésta se ponía de imprudente a seguirlo para tratar de sorprenderlo con alguna de sus amantes y exigirle fidelidad.

Las bestia tuvo problemas con sus hermanos, hermanas, con su mencionada y abnegada esposa, María Martínez de Trujillo, con su hija Flor de Oro y su adorado hijo mayor, que no servía para nada, pero los dos parientes que le dieron más quebraderos de cabeza fueron Petán y Aníbal, dos personajes luciferinos que no hubieran vacilado en romperle el pescuezo para ocupar su lugar si la oportunidad se hubiese presentado, o si hubieran tenido el valor de aprovecharla.

Se sabe que, en una ocasión, la bestia ordenó a sus guardias disparar, quizás metafóricamente, contra el automóvil en que se desplazaba María Martínez si se aparecía en el lugar donde estaba cumpliendo con su deber de padrote de la patria. Se sabe que ordenó tajantemente al temible general Fausto Caamaño ejecutar a su hermano Aníbal y a los militares que estaban a su servicio.
Se sabe que más de una vez ordenó que le trajeran a su hermano Petán vivo o muerto.

Se conocen, por otra parte, detalles del dilema, el terror a que se enfrentaban los oficiales que recibían órdenes tan peligrosas de cumplir como incumplir. El drama que representaba para cualquier matarife (para cualquiera que supiera que la sangre al final pesa siempre más que el agua), obedecer al pie de la letra un mandato que en cualquier caso representaba para el ejecutor una especie de suicidio.

La solución salomónica en esos casos era acudir a la residencia de la excelsa matrona, presentarse con discreción en la casa donde vivía Mamá Julia, la madre de los Trujillo, el lugar que muchos llamaban el refugio o la embajada.

Julia Molina era un ser extraordinario.

Su única ocupación era dejarse amar, dejarse adorar como una santa de altar.

No tenía inquietudes intelectuales, políticas o filantrópicas y mucho menos culturales, pero le había dado a la patria la más fecunda cosecha de su vientre.

Entre 1888 y 1908 había tenido incontables partos, doce hijos e hijas, de los cuales, casi milagrosamente para aquel tiempo y lugar, sólo uno no sobrevivió. Con su trabajo de costurera proveyó el sustento de las once restantes criaturas, las crió en la pobreza con labor tesonera, con la poca ayuda que recibía de su inútil marido, con ayuda quizás de vecinos y amigos y el milagro cotidiano.

Pero sus sacrificios fueron recompensados. Su hijo Rafael, al que apodaban Chapita, llegó en 1930 al poder y la vida de la familia se convirtió en un cuento de hadas. La patria agradecida y sobre todo sus hijos la colmaron de honores.

La deuda que con ella había contraído el país era impagable.

No por nada le decían Mama Julia, no por nada se había hecho acreedora al título de excelsa matrona, no por nada había sido reconocida como Primera Dama de la República y sobre todo como Primera Madre dominicana. No por nada una provincia, parques, calles, escuelas se honraban con su nombre y con sus bustos egregios. Mamá Julia vivía en un palacio donde no cabían las flores y regalos, los incontables parabienes, los infinitos mensajes de amor y agradecimiento que a diario le enviaban funcionarios civiles y militares de todas las posibles categorías.

Mamá Julia estaba al cuidado de las hijas o de una de las hijas en mayor grado. Una hija con un gran sentido práctico que se ocupaba de todas sus necesidades y revendía, según se dice, los regalos a las tiendas y las flores a las floristerías para destinar los ingresos a obras de bien común. Además, Mama Julia recibía diariamente por unos pocos minutos la visita de Chapita. Algo que la ponía, según dice Almoina, visiblemente nerviosa.

La excelsa matrona desempeñaba un papel importantísimo en las frecuentes disputas que se producían entre la bestia y las bestezuelas. Su papel de mediadora impidió muchas veces que los violentos conflictos que se desencadenaban entre Chapita, Petán, Aníbal y Pipí terminaran, como podían terminar, de manera trágica en un posible baño de sangre.

En alguna ocasión Petán se salvó de la muerte o por lo menos de la cárcel asilándose en casa de la madre y luego viajando prudentemente a Puerto Rico por breves periodos.

Con mayor razón, cuando un oficial como Fausto Caamaño recibía una orden del tamaño de la que había recibido, la prudencia aconsejaba acudir a la embajada, visitar a Mamá Julia, a la excelsa matrona.

Presentarse y presentar sus respetos, con un ramo de flores en la mano, si era posible porque la Excelsa matrona amaba las flores o se decía que las amaba. Flores o chocolates o cualquier otra firifulla. Decirle después, quizás, lo bien que se veía, lo joven que lucía la Excelsa matrona, lo fuerte que parecía, lo hermosa quizás que relucía. Luego introducir el tema, dar a conocer discretamente, casi como por distracción, el motivo de la visita, explicar prudentemente la situación para que la excelsa matrona se enterara de lo que estaba pasando y diera la voz de alerta. Para que el hijo en peligro se diera a la fuga o acudiera a refugiarse a la materna casa y el oficial se viera (por causa de fuerza mayor) impedido de ejecutar la fatídica orden de apresarlo o de matarlo.

NOTA: En relación al culto de Julia Molina y Rafael Trujillo, Crassweller describe un triste suceso que le costó la vida a un maestro ejemplar llamado Rafael Yepez al final del segundo mandato presidencial de la bestia. Yepez dirigía una pequeña escuela en la ciudad capital, contaba con un personal muy escaso e impartía él mismo la mayor parte de la enseñanza. Era un hombre joven, de unos treinta y dos años, felizmente casado y padre de una niña. Cuando en una ocasión le pidió a sus alumnos que escribieran una composición, uno de ellos, hijo de un diputado, empleó todos sus recursos en alabar a Julia Molina y a Trujillo. Un Trujillo que a su juicio era insustituible.

El maestro Yepez alabó la calidad de la composición, pero cometió la imprudencia de decirle que muchos otros hombres de talento tenían capacidad para sustituir a Trujillo y que los elogios que dispensaba a la matrona excelsa también se lo merecían otras madres.

Más temprano que tarde, el maestro Rafael Yepez fue arrestado en su casa. Los alumnos fueron llevados en dos camiones del Ejército a la Fortaleza Ozama, con excepción del hijo del diputado. La escuela fue cerrada y no volvió a abrir. Hasta el día de hoy nadie sabe con certeza lo que sucedió con Rafael Yepez, su esposa y su hija. Simplemente desaparecieron. l
(Historia criminal del trujillato [39]. Cuarta parte).

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BIBLIOGRAFÍA:
José Almoina, “Una satrapía en el Caribe”
(http://www.memoria-antifranquista.com/wp-content/uploads/2014/10/JOSE-ALMOINA-UNA-SATRAPIA-EN-EL-CARIBE.pdf).
Robert D. Crassweller, “The life and times of a caribbean dictator

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