En la vida las victorias suelen ser temporales y las derrotas provisionales. Lo malo y lo bueno no es eterno. El poder, la gloria y la fama pasan. Los fracasos, la tristeza y los dolores también. Solo el cumplimiento del deber perdura, como un tatuaje en el alma.

Las metas se logran, además de haciendo lo correcto, con el bendecido empuje del azar o con el sudor que surge de la perseverancia. El éxito amparado en la suerte ocurre escasas veces, a diferencia del que nace producto del trabajo tesonero, que se valora más en términos éticos y cuenta con mejores resultados.

Los que compartimos con el padre Ramón Dubert, nunca olvidaremos sus enseñanzas. Cuando el sacerdote dirigía el “Semanario Católico Camino”, nos expresaba que el periódico debía salir siempre, no importara que la imprenta se dañara o que hubiera un huracán, pues una ausencia podía afectar la labor realizada durante años. “En la constancia está la clave para que este medio de la Iglesia avance como Dios manda”, nos decía, con su optimismo contagioso. Y los frutos están a la vista.

Dicen que los que se detienen nunca ganan y los ganadores nunca se detienen. Por eso hay que avanzar, aunque sea gateando. No nos sentemos a lamentarnos, que los quejidos dañan el ánimo. No hay cosa más pésima que el pesimismo.

Me fascinan los emprendedores, los que más que preocuparse se ocupan de sus asuntos. Admiro a los que siguen sus sanos instintos, a los que no se “tiran a muerte”, incluso en la peor de las circunstancias.

El éxito no se compra ni se hereda, se alcanza con sacrificio y empeño. Solo se coronan los que se lanzan al ruedo y toman decisiones sin miedo. La vida aplaude a los que confían en sí mismos, a los que saben que ellos son los responsables de sus propios destinos. Los que no se rinden son los mejores. Los valientes son los protagonistas del mundo. Quien ama lo que hace respira satisfecho y sus propósitos los alcanzan usualmente con facilidad.

Eso sí, todos los triunfadores, para llegar a serlo, en alguna medida han probado el fracaso en repetidas ocasiones. Esas caídas (a veces entre más estrepitosas mejor) son las que nos hacen empinar y alzar vuelo. Y es que las heridas que provocan los tropiezos, bien curadas, endurecen nuestra piel.

Seguir hasta el final, no cansarse, echar la pelea, no desilusionarse y luchar por conquistar nuestros objetivos, deben ser nuestro norte. Actuemos así siempre. No luce que en nuestra cotidianidad seamos activos en una cosa y pasivos en otra de igual trascendencia. Todo se conquista en base a trabajo, honestidad y perseverancia.

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