Puertas abiertas de un corazón desvelado

Hará algún tiempo que Federico me pidió unas frases en el estreno de su ‘Fondeur Sala de Arte’. Era la casa número 29 de la calle Caonabo, en Gascue: una vieja construcción, no muy grande, por largo tiempo abandonada. Para abrir la galería fue preciso derribar paredes, reparar instalaciones y embadurnar los muros de un blanco escrupulosamente colonial.

Aquella noche de invierno se encendieron las hogueras de una esperanza. Periodistas, críticos, artistas, arquitectos, músicos: a fin de cuentas, era tan sólo un puñado de amigos que sustentaba la novísima quimera de un antiquísimo idealista.

El optimismo de mis palabras, sin embargo, no pudo hacer sustancia firme el celaje del ensueño. Y la casa cerró, físicamente, unos meses más tarde. Aunque sé que sus puertas siguen abiertas, y siempre estarán abiertas en el insomne corazón de Federico.

Esta noche alguien nos invita a desentrañar huidizos enigmas, a rasgar oscuros y prolijos secretos. No hay una sola cosa en el mundo que no sea misteriosa, pensó Borges. La ciudad, el barrio, una casa, un mirador, una voz que flota en el crepúsculo.

La heredad donde la gente comparte su lento pretérito ilusorio; el vasto sendero arrugado de otros tiempos; un techo que impugna ausencias y silencios; los cristales negados por la sombra; la adolescencia disgregada en el sueño y la nostalgia y el naufragio.

Todo aquello, en palabras desnudas, podría significar Gascue, la calle Caonabo, la vieja taciturna habitación, un puñado de agujeros incesantes, la memoria de aquellos nombres que ya son otros.

Tal vez ahora podamos entender el propósito de esta cita. Han penetrado ustedes, sencillamente, a un rancio aposento en el que otrora callados ventanales cantan hoy con la luz mexicana de Darío Suro, con la íntima claridad de Celeste Woss y Gil, con el grito ontológico del Condesito, con el retumbo del Bacá de Ada Balcácer.

Y es que alguien ha trocado, alguien transmutó en resplandor las claves de aquel contorno, de las toscas aberturas en el muro, de aquellos camaradas impensadamente borrosos. Digámoslo mejor: convirtió todo aquel arcano en júbilo, en estallido, en advenimiento singular: en admirable epifanía.

Hoy la estancia se ha tornado viva, florecida. Esta morada, que alguna vez cobijó el hábito fragante de un café sobre la mesa tendida, es ahora refugio de afectos y convites. Este espacio, libre de la vieja penumbra sucia de olvidos, será en lo adelante la atmósfera recuperada para todos, el ámbito exacto y rotundo del encuentro.

Bien lo dije: la casa no es la que era. Federico hizo el milagro. Y luego quiso, sin antes ni después, que yo corriera las cortinas y divulgara tan generoso prodigio ante sus amigos ciertos, esto es, frente a todos ustedes.

La palabra rescatada

El ‘Arturo Fuente Cigar Club’, de Ciro Cascella hijo, es un prodigio de la arquitectura de interiores. Alejandra Guzmán convocó naturaleza y hechizo, sortilegio y materia, hasta culminar en aquel espacio de belleza insólita y emocionante.

A modo de añadidura, la artista francesa Florence Panis Wiriath diseñó unas esculturas (unas ‘instalaciones’, diríamos mejor) que ahora cuelgan en las paredes del Cigar Club. En ellas se emplearon, como ‘leit motiv’, las molduras y piezas de madera con que la familia Fuente inició, hace más de un siglo, su industria de elaboración del tabaco.

Ciro quiso que yo comentara estas obras, en las que el recuerdo se entrelaza al leño, a la música y a la pasión. Con brevísimas frases intenté evocar el talento plástico de Florence, tanto como la voluntad tenaz y el espíritu de progreso de un linaje amigo: Carlos, Carlito y la familia entera de Arturo Fuente.

Ya cesó el vasto silencio, la prolongada quietud de unas maderas cargadas de biografía. Las molduras hablan entonces con el timbre verosímil y erguido de una estirpe. Con la música invisible de cien años de ensueño y de fatiga. Con el rumor de la empinada sangre de una historia.

La madera, desde el inicio de los tiempos, se consideró un símbolo de la madre. Los latinos la llamaban ‘materia’. Sirvió siempre para cobijar, para dar abrigo, para hacer posible la vida de los hombres.

La sabiduría de la mediacaña hace ahora contrapunto con las hojas coloreadas y los pentagramas. Hay ráfagas de silencio y de transparencia súbita en el canto de estos listones y formones de boca arqueada. Es madera brava y palpitante que hoy, en los muros de esta casa, decidió contarnos su vida.

E imaginemos así el talento de una artista como Florence Panis Wiriath, quien anticipó estas razones antes de tocar los portones del ensueño y, tal vez, mucho antes de dictar la incesante revelación que ahora flota ante nuestros ojos.

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