En la década de 1940 empezó a manifestarse en Santo Domingo una curiosa tendencia literaria de intención épico-lírica que produciría una fuerte sacudida en el mundo o mundillo literario del país. Provocaría en breve tiempo un cambio de rumbo en la orientación de las letras dominicanas.

Ese rico filón épico-lírico, cuyo estudio merece un capítulo aparte en la historia literaria, dio origen a algunas de las obras poéticas más importantes del terruño, obras notables que se cuentan entre las cosas más valiosas del patrimonio nacional intangible.

Sus autores, un grupo de poetas independientes (los llamados Independientes del cuarenta, que no formaban parte de agrupaciones literarias), habrían de convertirse con el correr de los años en figuras cimeras de las letras nacionales.

El grupo está compuesto por Tomás Hernández Franco y Manuel del Cabral (que fueron los pioneros), Héctor Incháustegui Cabral y Pedro Mir.

La importancia histórica de la obra de Tomás Hernández Franco es en extremo interesante. Hernández Franco es el deleznable autor de “La revolución más bella de América” (la de Trujillo), y es también autor del inspirado y extraño y magnífico poema “Yelidá”, publicado en 1942.

Yelidá es un poema deslumbrante o mejor dicho un poema paisaje, quizás un poema espejismo en el que la geografía del ambiente poético se construye como por encanto ante la mirada del lector sensible: poema de arquitectura barroca que persiste en la memoria y en la retina. Uno de los elementos formales de esta construcción es precisamente el flujo ininterrumpido de imágenes, la forma en que se articulan las palabras para producir un sentido innovador, fuera de serie:

“Buscaron a Badagris dictador de la puñalada y del veneno / espíritu suelto de los cañaverales / donde el tafiá es primero flor y luego miel / el padre del rencor y de la ira / el que enciende la choza al leve contacto de su mano negra / y viola a todas las niñas en el vientre de las madres dormidas. /Buscaron a Agoué dios ventrudo del agua / mitad evaporado de sol y de brasa / y mitad prisionero del pantano /aburrido de moscas y de olas / en su casa de vientos y de esponjas”.

El ritmo y la adjetivación insólita juegan un papel de suma importancia en este poema: son protagonistas de primer orden. Es el ritmo interior lo que convierte a “Yelidá” en un poema tan impetuoso, mágico, luminoso y tembloroso como “un derroche de fuegos artificiales”.

Decía Sergei M. Eisentein, el famoso director de cine soviético, que “el arte de componer bien es el arte de variar bien”. No cabe duda que Tomás Hernández Franco aprendió esta lección en alguna parte:

“Con alma de araña para el macho cómplice del espasmo / Yelidá por el propio camino de su vientre / asesina del viento perdido entre los dientes de la gruta / ahí se estaba vegetal y ardiente / en húmeda humedad de hongo y de liquen / caliente como todo lo caliente / cosa de hoja podrida fermentada en penumbra tiempo y luna / hecha de filtro y de palabra rara /en el agua del charco con su verde y su larva / y su ala a medio nacer y su andar de meteoro / Yelidá deshojada a sí y a no / por éxtasis de blanco y frenesí de negro / profunda hacia la tierra y alta hacia el cielo / en secreto de surcos y en místico de llamas”.

Ahora bien, ¿qué cosa es exactamente Yelidá, qué lugar ocupa en nuestra literatura, que representa en el plano de las opciones estético-ideológicas?

Yelidá es una especie de epopeya trunca, o si se quiere, un fragmento de epopeya (sui generis) cuyo espectáculo narrativo se sitúa aparentemente fuera del presente. El desarrollo de la historia tiene lugar en cinco fases o etapas que llevan por título: “Un antes”, “Otro antes”, “Un paréntesis” y “Un final” que consta de un solo verso.

En la primera parte conocemos a Erick, un simple “muchacho noruego con “ fuerza de remo y sencillez de espuma”. Era “mitad Tritón y mitad ángel”, tan puro e inocente que a los veinte años se mantenía “virgen dentro de sus botas de hule”. Un buen día, estimulado por un tío marinero que le “contaba entre dientes largas historias de islas” , Erick se puso en ruta y fue a parar a Fort Liberté. Allí conoce a Mamuasel Suquiete, una muchacha negra que se enamora de su belleza blanca y le hace perder su “escandinava inocencia”. Erick trata en principio de “ahuyentarla de su cabeza rubia”, pero al final sucumbe sin remedio, víctima de las artes mágicas del vudú, “ y muy pronto los casó el obispo francés”. Erick deja entonces de ser marinero y se convierte en vendedor de arenques. Luego, en un tiempo indeterminado, muere de alguna manera “entre Jesucristo y Damballá Queddó”.
Tomás Hernández Franco lo cuenta mejor en el poema. Lo cuenta en unos versos trepidantes como no se han vuelto a ver en la poesía dominicana. Versos y reversos rebosantes de intuiciones líricas insospechadas, audaces registros verbales, pulsaciones poéticas insospechadas:

“Erick el muchacho noruego que tenía / alma de fiord y corazón de niebla apenas sospechaba en su larga vagancia de horizontes / la boreal estirpe de la sangre que le cantaba caminos en las sienes./ En el más largo mes del año había nacido / en la pesquera choza de brea y redes salpicada casi por las olas /parido estaba entre el milagro del mar y el sol de medianoche / de padre ausente naufragado / nadador ya de algas profundas y arenas sorprendidas / de escamas y de agallas y de aletas. / Era el quinto hijo para el mar nacido / Erick creció en su idioma de anzuelo y de corriente / fuerza de remo y sencillez de espuma / como todos los muchachos de la playa /mitad Tritón y mitad Ángel. / Pero Erick no sabía nada de eso / pulso de viento y terquedad de proa / aprendió los nombres de los peces de las puntas y cabos / la oración del canal y la bahía /a los quince años conocía mil golfos /y sin contar el ya remoto y salobre seno de la madre / ni un solo pensamiento de noruega / le había caminado entre las cejas rubias. /

En un anual calafateo de lanchas /llamas estopa y brea / Erick tenía veinte años y era virgen dentro de sus botas de hule / y creía que los niños nacen así como los peces / en la noche quieta de los reposos del mar / pero el tío piloto contaba entre dientes largas historis de islas / con puertos bruñidos y azules / donde centenares de mujeres desnudas subían carbón al barco / donde había pájaros verdes hirviendo de palabras obscenas / y donde en la noche florecía el burdel con hondo aliento de tam-tam./ El tío mascullaba una lejana canción de sol y cocoteros / en lengua que no podía ser noruega y que ponía / en el pulso de viento de Erick pequeños remolinos./

A los veintidos años Erick tenía la mirada gris azul / densa de su alma puesta en dique / y una voluntad de timón y de quilla / por llegar a las islas de las montañas de azúcar / donde decía el tío las noches olían a cedro como las barricas de ron / Erick sabía que los marinos noruegos siempre desertaban en las islas / pero cuando estaban bien borrachos los capitanes los metían a patadas / en las bodegas sucias y entonces volvían a Noruega/flacos y callados y tristes./ Con todo y las patadas el marino Erick ya estaba en ruta”.

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