Cementerio sin cruces (3)

El descubrimiento de la conspiración del teniente coronel Leoncio Blanco le produjo a Trujillo el mismo efecto que al demonio cuando le pisan la cola. Pero el demonio podía ser más comedido.

El descubrimiento de la conspiración del teniente coronel Leoncio Blanco le produjo a Trujillo el mismo efecto que al demonio cuando le pisan la cola. Pero el demonio podía ser más comedido.
La bestia seguramente estalló en cólera y estuvo a punto de reventar, de arder en llamas por combustión espontánea.
Seguramente le dio una rabieta monumental, un berrinche, una pataleta, lanzaría mordiscos de fiera enardecida, mentaría madres, maldeciría, imprecaría, insultaría y finalmente entraría en modo degüello, organizaría la represalia y respondería con todo lo que tenía.

La bestia conocía sin duda aquel refrán que dice que debajo de cualquier yagua vieja sale tremendo alacrán, pero este alacrán salía de las filas del ejército y era un teniente coronel y le decían Blanquito, cariñosamente Blanquito. Leoncio Blanco, Blanquito, un tipo popular entre las tropas, entre civiles y militares. Además no se trataba de un sólo alacrán, eran muchos alacranes uniformados, entre ellos el general Ramón Vásquez Rivera y el mayor Aníbal Vallejo Sosa, amén de numerosos oficiales de menor rango.

Como se diría en el acta del consejo de guerra que se llevó a cabo contra los principales acusados, un acontecimiento semejante no había tenido lugar en el país desde la fundación de la gloriosa Guardia Nacional Dominicana en 1917.

La bestia no podía perdonar semejante ingratitud y deslealtad. Apenas tenía tres años y medio en el poder y la misma gente a la que tanto había favorecido ya lo quería tumbar. Los conspiradores intentaban derrocar un gobierno emanado de la legitimidad de las urnas, así fueran funerarias, e interrumpir la magna obra de gobierno que llevaba a cabo el preclaro gobernante durante su primer período. La misma que seguiría realizando en el segundo, en el tercero, en el cuarto, en todos los que faltaban.

Lo que la bestia puso en marcha no fue sólo un aparato represivo, sino todo un espectáculo. El de la realidad como espectáculo.
Tenía que dar un ejemplo a los traidores y lo dio, un escarmiento público, ejemplar. Concedió plena libertad a los esbirros para que actuaran en consecuencia y en el proceso se cometieron atropellos, asesinatos, encarcelamientos y, como de costumbre, pagaron por sus pecados tanto los mansos como los cimarrones.
A Leoncio Blanco le infligieron todos los tormentos imaginables. Fue arrestado en los primeros días de junio de 1933 y pasó un año o más confinado en una tenebrosa celda solitaria de la cárcel de Nigua. De ahí lo sacaban para interrogarlo, para torturarlo, para obligarlo a dar los nombres de los miembros del complot, pero Leoncio Blanco resistió como un toro, mantuvo todo lo que pudo el silencio, quizás incluso cuando le sacaron las uñas.

Dicen que Trujillo lo visitó en la cárcel, donde se lo presentaron prudentemente esposado y encadenado, y le vació toda una andanada de insultos que no quedaron sin respuesta. Trujillo le diría traidor y él le diría asesino, Trujillo le diría hijo de puta y él le diría cobarde. Dicen que le tiró un escupitajo. Al día siguiente lo ejecutaron, lo ahorcaron, fingieron un suicidio en el más burdo estilo. Lo suicidaron.

Con el general Ramón Vásquez Rivera y el mayor Aníbal Vallejo Sosa emplearon también la tortura y sobre todo la tortura sicológica. El juego del gato que atrapa al ratón y lo suelta, lo mantiene en un permanente estado de incertidumbre y finalmente lo elimina. Era algo parecido a lo que harían con Donato Bencosme y tantos otros. De la cárcel se pasaba a un cargo público y del cargo público a la cárcel y quizás viceversa, hasta llegar al cementerio.

Vásquez Rivera era puertorriqueño y había emigrado al país, como muchos de sus compatriotas de esa época, la época en que los boricuas venían (metafóricamente en yola), en busca de mejores horizontes. Aquí se enganchó a la Guardia Nacional, se destacó entre los mejores oficiales y se ganó el aprecio y la confianza de sus superiores. Llegó a ser jefe, comandante del ejército, hasta el día en que tuvo un tropiezo con Petán.

Petán y varios hermanos de la bestia también habían hecho una carrera exitosa en el ejército. De hecho, habían comenzado desde arriba, con el rango de altos oficiales. Además, el más alto rango era el apellido. Todos, en especial Petán (quizás por razones de abolengo), despreciaban y desconsideraban a los oficiales de carrera.

Hay que suponer que, por algún motivo, el arrogante Petán le faltaría el respeto al general Vásquez Rivera y éste no se quedaría callado. Se produciría una agría discusión, una disputa, un enfrentamiento. En el choque del huevo contra la piedra perdió el huevo, desde luego, y Vásquez Rivera fue puesto en retiro, lo cancelaron y sustituyeron por José García, un cuñado de la bestia. O de las bestias.

Unos meses después, el coronel Camarena, un oficial de la comandancia Ozama, denunció su participación en el complot militar que organizaba Leoncio Blanco y fue arrestado, vejado, torturado, condenado a cinco años de prisión.

En la cárcel permaneció Vásquez Rivera hasta el año 1938 y de repente lo amnistiaron. La bestia le concedió graciosamente la amnistía y lo nombró cónsul en Burdeos, Francia. Durante un año lo dejó disfrutar las mieles de la vida diplomática bajo algún tipo de chantaje o de amenaza contra él y su familia. Lo trajo de nuevo al país en octubre de 1939, lo acusaron de nuevo de conspirar contra el régimen legalmente constituido y lo trancaron de nuevo. En la fortaleza Ozama estuvo preso un tiempo en condiciones miserables. Allí le quitaron la vida en el mes de enero de 1940. Un homicidio que bautizaron, como de costumbre, con el nombre de suicidio.

El mismo tipo de vejámenes y torturas sufrió el mayor Aníbal Vallejo Sosa, un oficial que junto a Frank Félix Miranda dio inicio a la aeronáutica militar dominicana. Ambos fueron enviados a Cuba en 1931 a estudiar aviación y de Cuba regresaron convertidos en excelentes pilotos. En 1932 Vallejo Sosa fue nombrado comandante de la recién creada fuerza área y el teniente Félix Miranda como segundo al mando. Dicha fuerza, que era bastante débil, sólo contaba en principio con dos pilotos y dos aviones que se dedicaban al transporte de pasajeros y de valijas postales por toda la geografía nacional.

Muchos años más tarde, cuando una flotilla de cuatro aviones emprendió el fatídico “Vuelo panamericano” para honrar la memoria de Colón y recabar fondos para construir un faro en su memoria, Frank Félix Miranda saltaría a la fama por ser, junto a un asistente mecánico, el único sobreviviente, el único de los pilotos cuyo avión no se estrelló. Los demás sucumbieron, en los cielos de Colombia, el día 29 de diciembre de 1937, a la furia de los vientos de una tormenta y al fucú del gran almirante cuando se dirigían a Panamá. En ese país aterrizó Félix Miranda, horas después de la tragedia, sin conocer la suerte que habían corrido sus compañeros de viaje.

El mayor Aníbal Vallejo Sosa duraría muy poco en su cargo. A principios de 1934 fue apresado, acusado de formar parte de la conspiración de Leoncio Blanco, torturado rutinariamente, sometido a consejo de guerra, condenado y mantenido en prisión hasta inicios de 1937. Ese año lo pusieron en libertad, igual que harían con el general López Rivera, le dieron un cargo, un nombramiento, lo mandaron a inspeccionar la construcción de una carretera en el sur o algo parecido, lo mantuvieron al salto de la mata, en un estado de zozobra. En 1938 la bestia ordenó su muerte.

En cuanto a los demás, la mayoría de los numerosos conspiradores que Leoncio Blanco había reclutado y otros muchos que no tenían nada que ver con el complot, sufrieron por igual las penas del infierno en la tierra. Se calcula, tímidamente, que al menos un centenar fueron pasados por las armas, torturados y pasados sin apelación por las armas.

Siete al anochecer: historia criminal del trujillato [30]. Tercera parte).

Bibliografía:
Julio M. Rodríguez Grullón,“Primeras conspiraciones militares contra Trujillo.

Robert D. Crassweller, “The life and times of a caribbean dictator.

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