Dos catalanes a la vez: palmo a palmo, vuelta y vuelta

Abarrotada (por todas partes invadida) vivió esa noche la Casa de Teatro. Aquel enjambre de sentimentales ocupaba los rincones, las salas y los pasillos del tabernáculo que Freddy Ginebra construyera, hace ya 45 años, en la Arzobispo Meriño 110. Brazos y manos levantados dentro del vocerío. Manos y brazos gesticulando en el caldero de una noche con 30 grados centígrados a la luz de la luna.

Se acercaba la hora de Carlos Luis presentar un recital con la música de Joan Manuel Serrat. Era una vieja fantasía de este formidable guitarrista, compositor y cantante cubano/dominicano. Porque su devoción hacia el Serrat era igual de intensa que de antigua. Él escuchó a Joan Manuel por primera vez en La Habana. Y su inmediata influencia lo hizo elegir, como oficio para la eternidad, la música y el canto.

Carlos me pidió unas palabras, a modo de introducción de su concierto. Además del afecto que abrigo hacia él, mi admiración por el Serrat de los años primeros (ese que trotaba en las orillas del Mediterráneo, masticando un nombre con sabor a hierba) me condujo a redactar una breve presentación del recital.

El concierto fue espléndido. Hubo Serrat de todas las épocas y de todos los trayectos. Canciones de la infancia, baladas de la tristeza, poemas y coplas de los grandes poetas de España. Como siempre, las audiciones de Carlos Luis se tiñen de ternura y de secretos acuerdos. En esta ocasión, la cuota de amor fue depositada por Yuyú Ramírez, vistosa y presumida; la complicidad rampante, la de todos los tiempos, fue tarea de José Antonio Rodríguez.

Eran las doce y treinta de la noche cuando Carlos Luis extendió los brazos (cual Cristo del Corcovado) para responder a los aplausos. Después del alboroto, la noche también nos mostraba sus brazos, ahora enroscados en el dócil misterio de la ciudad intramuros.

Ha transcurrido mucho tiempo (era la fecha en que se amontonaban años cortos y dilatadas quimeras) desde cuando supe la noticia del mozalbete catalán enamorado de la humanidad y de la vida. Él pronunciaba alegatos de amor y de justicia, que no eran sino instancias de lluvia y de albedrío. Tenían sus palabras la claridad de un mar íntimo y cerrado. A este chaval embelesado y sutil todos lo llamaban Serrat, Joan Manuel Serrat.
En aquella hora nos subyugaban su pasión y las señales de un canto que florecía por encima de todas la cosas. Porque esa música era esencia y doctrina y era evangelio poético: himno redentor en el instante en que se apagaban las tutelares deidades del pasado.

Años más tarde, conocí a un joven cubano (vástago también de catalanes) a quien juzgué, desde la emoción inicial, como uno de los mejores guitarristas de América. A él, a ese chico cubano, todos lo llamaban Carlos Luis. Y en aquel tiempo uno podía sentir cómo brotaba de sus manos el misterio de los acordes de Marta Valdés y de César Portillo de la Luz, de José Antonio Méndez y de Adolfo Guzmán. Pero también Carlos se asomaba, con destreza impar, al contrapunto de Sindo Garay y al cielo poético de Manuel Troncoso.

Ahora y aquí, en esta sala, tendremos un encuentro (un reencuentro) de Carlos Luis con Serrat. De un Joan Manuel transterrado a la Casa de Teatro de Freddy Ginebra. Acaso de un Serrat aggiornado por el expresivo virtuosismo de Carlos.
Digamos que será la concurrencia de dos lejanos cómplices, que se envuelven y se abrazan en el trayecto de un arte sin confines. Derramados frente a nosotros, ellos dos, en un discurso de lirismo que no cesa.

En suma, seremos esta noche los testigos del apretón de manos entre dos zagales de la vetusta Catalunya –cercanos y separados, distantes y simultáneos en este regocijo de espejismos– quienes provocarán aquí la resurrección de muchos sueños. Y que al concluir esta fiesta (entre impalpables banderolas: verdes, rojas y amarillas), créanme, nos habrán cocido lenta y dulcemente el corazón: palmo a palmo, vuelta y vuelta.

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