Por tres francos semanales, pagados por el convento que administraba el padre Terrier, la nodriza llamada Jeanne Bussie cuidaría de Grenouille. Pero lo devolvió a las pocas semanas. Quería sacarlo de su casa, considerando que estaba “poseído por el demonio”. Con el argumento de que no olía “a nada en absoluto”. “Mis hijos huelen como deben oler los seres humanos”, pero el bastardo “no huele a nada” (p.18), dejó al chiquillo con el padre Terrier y se marchó.

Grenouille “no revelaba nada de sí”, no olía a nada, “sus excrementos eran todo lo que daba al mundo; ni una sonrisa, ni un grito, ni un destello en la mirada, ni siquiera el propio olor” (p.31-32). Sin dudas, Jean-Baptiste “fue un monstruo desde el principio. Eligió la vida por pura obstinación y por pura maldad” (p.30).

El padre Terrier, temeroso del niño, lo llevó lejos de la ciudad, donde “una tal madame Gaillard, que aceptaba a niños de cualquier edad y condición, siempre que alguien pagara su hospedaje”, allí entregó al niño, pagando un año por adelantado y regresó corriendo a la ciudad, donde se bañó, “se acostó en su celda, se santiguó muchas veces, oró largo rato y por fin, aliviado, concilió el sueño” (p. 27).

Madame Gaillard, quien “poseía un frío sentido del orden y de la justicia. No favorecía a ninguno de sus pupilos, pero tampoco perjudicaba a ninguno (…) no contaba todavía treinta años”, pero no tenía sentimientos ni emociones, “hacía mucho tiempo que estaba muerta”, cuidaría de Grenouille, quien “era fuerte como una bacteria resistente, y frugal como la garrapata, que se inmoviliza en un árbol y vive de una minúscula gota de sangre que chupó años atrás” (p. 30).

La garrapata, precisamente, describe a la perfección el carácter del “genio maldito” de Grenouille, veamos: “La pequeña y fea garrapata, que forma una bola con su cuerpo de color gris plomizo para ofrecer al mundo exterior la menor superficie posible; que hace su piel dura y lisa para no secretar nada, para no transpirar ni una gota de sí misma. La garrapata, que se empequeñece para pasar desapercibida, para que nadie la vea y la pise. La solitaria garrapata, que se encoge y acurruca en el árbol, ciega, sorda y muda, y sólo husmea, husmea durante años y a kilómetros de distancia la sangre de los animales errantes, que ella nunca podrá alcanzar por sus propias fuerzas. Podría dejarse caer; podría dejarse caer al suelo del bosque, arrastrarse unos milímetros con sus seis patitas minúsculas y dejarse morir bajo las hojas, lo cual Dios sabe que no sería ninguna lástima.

Pero la garrapata, terca, obstinada y repugnante, permanece acurrucada, vive y espera. Espera hasta que la casualidad más improbable le lleve la sangre en forma de un animal directamente bajo su árbol. Sólo entonces abandona su posición, se deja caer y se clava, perfora y muerde la carne ajena…”, (p. 31). l

 

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