Algunos hombres dejan huellas indelebles en la humanidad, unos para bien, otros para mal. En Francia, por ejemplo, en una época convulsa, de cambios sociales, económicos, políticos e institucionales de influencia casi universal, vivieron en pleno siglo XVIII, figuras notables, geniales y abominables, “monstruos malditos”, como: “De Sade, Saint-Just, Fouché, Napoleón”, Telleyrant, Marat o Robespierre, “hombres célebres y tenebrosos en altanería, desprecio por sus semejantes, inmoralidad, en una palabra, impiedad”, (p.9). En esta época, “en el lugar más maloliente de todo el reino”, en un mercado erigido en un lugar donde había un cementerio, “nació el 17 de julio de 1738 Jean-Baptiste Grenouille”, un “genio maldito” cuya “única ambición se limitaba a un terreno que no deja huellas en la historia: al efímero mundo de los olores”.

Jean-Baptiste pertenecía a este grupo de hombres descarnados para los que “los conceptos abstractos, ante todo de índole ética y moral, le presentaban serias dificultades”, y quienes parecen no entender ni tener una idea de la “justicia, conciencia, Dios, alegría, responsabilidad, humildad, gratitud, etcétera”, (p. 35).

En aquella época, de luchas y libertades, (Libertad, Igualdad, Fraternidad), “reinaba en las ciudades un hedor apenas concebible para el hombre moderno”, (p. 9). Todo apestaba a orina, excrementos humanos y de ratas, a sangre coagulada, a polvo enmohecido, entre otros olores terribles. De igual forma, “hombre y mujeres apestaban a sudor y a ropa sucia; en sus bocas apestaban los dientes infectados, los alientos olían a cebolla y los cuerpos, cuando ya no eran jóvenes, a queso rancio, a leche agria y a tumores malignos”. De igual forma, todos apestaban. El mal olor no distinguía rangos o cargos públicos o eclesiásticos. “El campesino apestaba como el clérigo; el oficial de artesano, como la esposa del maestro; apestaba la nobleza entera y, sí, incluso el rey apestaba como un animal carnicero y la reina como una cabra vieja, tanto en verano como en invierno…”, (p. 10).

La madre de Grenouille fue procesada y condenada por “infanticidio múltiple”, por lo que la decapitaron “en la Place de Gréve”. Había dejado morir, debajo de la mesa de su puesto de pescado de la “Rue aux Fers”, a cuatro hijos antes de cortar el cordón umbilical a Grenouille, con el cuchillo con que cortaba los pescados hediondos. “Era una mujer joven, de unos veinticinco años, muy bonita y que todavía conservaba casi todos los dientes y algo de cabello en la cabeza y, aparte de la gota y la sífilis y una tisis incipiente, no padecía ninguna enfermedad grave…”, (p. 12).

De esta manera extraordinaria nació este ser detestable, que consideraba que “casi siempre los seres humanos tenían un olor insignificante o detestable. El de los niños era insulso, el de los hombres consistía en orina, sudor fuerte y queso, el de las mujeres, en grasa rancia y pescado podrido”, (p. 54).

Estos son los inicios biográficos de Jean-Baptiste Grenouille, el más extraordinario, maldito y asesino de los perfumistas de todos los tiempos, según la genial y recomendable novela de Patrick Suskind: “El Perfume”.

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