Como el poder embriaga, no se tiene certeza de que quienes ejercen la responsabilidad de gobernar están suficientemente persuadidos del grado de irritabilidad que se anida en la población.

Ante los hechos, el Gobierno como un todo, recauda favorabilidad o desprecio, sin considerar jerarquías.

La masa ve los acontecimientos que contribuyen a formar una opinión sobre el desempeño público: faltas o aciertos.
Un día se despierta ante una grosera brutalidad en el empleo de la fuerza. La ausencia de proporcionalidad y racionalidad degenera en tragedia. Se procede en nombre de la ley, pero es la primera que quiebran. Se impone el desorden, el abuso, y campea la violencia. La persecución de un supuesto delincuente termina en sangre.

La gente reclama seguridad, pero no a cambio de la vida de nadie, inocente o delincuente. Para éste, el peso de la ley que habrá de administrar la justicia, a veces coja o ciega, pero la justicia, no un matatán que quiebra vidas a sangre fría.

Esta vez es un funcionario, producto de la voluntad popular, remiso al cumplimiento de la ley. Viola alegremente el juramento, se burla de la norma. Con porfía, cierto dejo de descaro, intenta finalmente someterse a la legalidad. Al hacerlo, devela unas cuantías que pocos de sus iguales sabrían explicar.

El desprecio a la ley, el desparpajo ofensivo, tan repetidamente, resultan más que irritantes. Es como si no se tuviera un mínimo sentido de pudor.

No ha sido para estas cosas que se ha concedido el poder, sino para la honrosa labor de servir al pueblo. Es el sentido del deber.
Hay suficientes razones para la irritación ciudadana.

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