Tal es el poder del beneficio en las decisiones económicas, que la posibilidad de obtenerlo es lo que determina (en una sociedad libre) qué se produce y en qué cantidad, cómo se produce y a quién se contrata.

No son ni el ingeniero, ni el agricultor, ni el cocinero, los que deciden qué hacer con su tiempo y sus destrezas. Es el hombre de negocios, que a lo mejor no sabe poner un block ni preparar una salsa, el que analiza bien los costos de estas actividades y cuánto puede pedir a los que las consumen. Y entonces, motivado por lo que se va a ganar, da la orden a los primeros para que procedan.

El mundo está regido por estos hombres que solo piensan en el beneficio que obtendrán. Y a partir del momento que no lo obtienen, o que encuentran alternativas que dejan más, se retiran del negocio y las órdenes de producir se acaban. Así salen muchas industrias obsoletas del mercado. Y esto es sano para la economía.

La existencia o no de ganancias, que cambia continuamente según cambian las necesidades, los gustos y los recursos, determina también qué cantidad de empresas produce la misma cosa. Porque llega un momento (mientras más gente hace lo mismo) que el beneficio ya no es lo suficientemente atractivo para que otros se motiven a entrar.

No existe una dinámica que asigne mejor los recursos que este afán de lucro, tantas veces criticado y cuestionado por egoísta y codicioso. Las sociedades que pretenden entorpecerlo se vuelven grises y tristes.

Porque cuando se permite que los hombres de negocios sean egoístas y busquen “lo suyo”, lo primero que hacen es observar muy bien al consumidor para complacerlo. Mientras más lo satisfacen, mejor les va.

Pero cuando esto se prohíbe y se asigna a un grupo de “desinteresados” burócratas decidir de acuerdo a un plan “solidario”, lo que quieren los consumidores deja de importar. Y se les da, no lo que los hace felices y estarían dispuestos a comprar, sino lo que el burócrata desde su cúspide les impone, porque entiende que es lo mejor para ellos.

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