¿Cuántas veces hemos dicho y hemos escuchado a otros decir: “Estoy cansado de tal o cual cosa, situación, lugar y hasta personas”?
Con frecuencia nos quejamos de la rutina, de hacer cada día las mismas cosas, en el mismo lugar, con las mismas gentes.
En ocasiones nos sentimos, y así lo manifestamos, como autómatas, casi como seres inanimados.
A veces, nuestras diferencias con otras personas, con las que estamos obligados a convivir día a día, por cualquier razón, ya sea laboral, en la cotidianidad del hogar o en el vecindario, la escuela, algún centro cultural o club de recreación, nos llevan a desear no volver a ver a esa persona, y así en un momento de irá o malestar, no solo lo pensamos, sino que se lo manifestamos.
Pero esta sensación de fastidio no se limita a los seres humanos, con quienes podemos, pasado el mal momento, disculparnos y continuar como antes.
Este malestar se extiende más allá.
En ocasiones, no estamos felices en el lugar donde vivimos. Estamos inconformes y esa inconformidad nos causa molestias.
Llega un tiempo en el cual nos sentimos abrumados por la rutina.
Odiamos tener que repetir el mismo patrón cada día.
Llega un momento en el que sentimos que todo se nos hace tan fácil de realizar que pensamos que llegamos al límite, que no estamos aprendiendo nada nuevo, que dejamos dormir nuestra inteligencia y capacidades.
Añoramos y buscamos desesperadamente un cambio drástico. Decidimos correr lejos de la odiosa rutina, nos alejamos de las personas que nos afectan.
Sin embargo, al final, quizás cuando ya es demasiado tarde, solo comprobamos que todo nuestro esfuerzo por huir a un mejor lugar, con “mejores personas”, con un entorno más favorable e involucrarnos en actividades de mayor provecho, resultó inútil, pues poco después, descubrimos que lo único que debimos cambiar fue nuestra actitud frente a las cosas, frente a los demás, frente a la vida.
La rutina, los entornos y las personas nos derrotan, si nosotros se lo permitimos.
