Fabrizio Corbera, príncipe de Salina y protagonista de “El Gatopardo”, un hombre por cuyas venas corría la sangre de la más rancia aristocracia siciliana, era imponente, refinado, culto, alguien que despreciaba de alguna manera al común de los mortales y sobre todo a los miembros de la nueva clase, los vulgares y emprendedores nuevos ricos de la floreciente burguesía que empezaba a proliferar en la isla.

Sin embargo, y a pesar del lugar que ocupaba en la más alta cima de la pirámide social, Fabrizio sabía a qué atenerse en relación con el precario equilibrio político de la época y la menguante fortuna familiar. A la hora de su muerte el patrimonio de los Salina se dividiría en siete partes y su sobrino Tancredi no estaba incluido. El travieso y querido Tancredi era hijo de una difunta hermana a la que su difunto esposo había dejado prácticamente en la ruina.

Por suerte, además de su agudo olfato político, el maravilloso tío, el príncipe de Salina, poseía en grado superlativo un agudo sentido de la historia, sentido de la oportunidad, y no tuvo escrúpulos a la hora de concertar un matrimonio de amor y conveniencia a partes iguales entre su noble sobrino y una plebeya, entre el aristocrático e insolvente Tancredi y la bella, ambiciosa, a veces vulgar y riquísima Angélica, la hija del detestable don Calógero, un prestamista de mala fama que ocultaba a su hermosa esposa a los ojos del mundo por temor de que se la incautaran.

Al cabo de un tiempo tendrá lugar en Palermo la presentación de los flamantes novios: una suntuosa fiesta en el lujoso palacio de la familia Ponteleone.

Tanto en la novela de Lampedusa como en la película de Visconti, la fiesta representa a mi juicio la parte estelar de la obra. Visconti recrea, con todo el virtuosismo escénico de que era capaz, el magnífico escenario que la novela describe y que todavía nos deslumbra con su fastuosidad y movimiento. Sigue paso a paso el andar curioso, a veces divertido y finalmente melancólico, casi depresivo del protagonista, cuyo estado de ánimo sufre una continua transformación. De hecho, el príncipe se comporta en principio como una especie de cronista social, un despiadado y casi chismoso testigo de una opulenta decadencia:

“Mientras Angélica cosechaba laureles, María Stella cotilleaba en un diván con dos viejas amigas y Concetta y Carolina helaban con su timidez a los jovencitos más corteses, don Fabrizio erraba por los salones: besaba las manos de las señoras, entumecía los hombros de los caballeros a quienes quería distinguir; pero se daba cuenta de que el mal humor se apoderaba lentamente de él. En primer lugar la casa no le gustaba: los Ponteleone no habían hecho renovación alguna desde hacía setenta años y todo estaba como en los tiempos de la reina María Carolina, y él, que creía tener gustos modernos, se indignaba.

“-¡Santo Dios, con las rentas de Diego se pueden mandar al diantre todos estos chismes, estos espejos empañados! Que se haga hacer unos hermosos muebles de palisandro y peluche, viviría él cómodamente y no obligaría a sus invitados a moverse en estas catacumbas”.

Los más ácidos comentarios o pensamientos los dirige perversamente a las mujeres con las que alguna vez había tenido alguna especie de relación sentimental y que ahora le parecen “esperpentos”:

“Tampoco le gustaban las mujeres que asistían al baile. Dos o tres de aquellas viejas habían sido sus amantes y viéndolas ahora cansadas por los años y las nueras, le costaba trabajo el pensar que había malgastado sus años mejores persiguiendo -y alcanzando- semejantes esperpentos. Pero tampoco las jóvenes le decían gran cosa, excepto un par: la jovencísima duquesa de Palma, de quien admiraba los ojos grises y la severa suavidad de su actitud, y también Tutu Làscari, de quien, si hubiera sido más joven, habría sabido extraer acordes singularísimos. Pero las otras… Era agradable que de las tinieblas de Donnafugata hubiese surgido Angélica para demostrar a los palermitanos lo que era una mujer hermosa”.

La peor parte se la llevan las jóvenes, no las viejas. Contra ellas destila el príncipe toda su mala leche. Emite opiniones despiadadas que rebosan la copa de la crueldad, juicios que se sostienen sobre una base teórica que no parece mal fundada desde el punto de vista endógamico y la deficiencia alimenticia:

No podía quitársele la razón: en aquellos años de los matrimonios entre primos, dictados por la pereza sexual y por cálculos de tierras, la escasez de proteínas en la alimentación agravada por la abundancia de amiláceos, la falta total de aire fresco y de movimiento, habían llenado los salones de una turba de muchachitas increíblemente bajas, inverosímilmente oliváceas, insoportablemente balbucientes. Pasaban el tiempo apiñadas entre sí, lanzando sólo cariñosas invitaciones a los jovencitos asustados, destinados, por lo que parecía, a hacer de fondo de las tres o cuatro bellas criaturas que, como la rubia María Palma, la bellísima Eleonora Giardinelli, pasaban deslizándose como cisnes en un estanque abarrotado de renacuajos.

Cuanto más las miraba se irritaba más: su mente condicionada por las largas soledades y los pensamientos abstractos concluyó, en un momento dado, mientras pasaba por una ancha galería sobre el pouf central en la que se había reunido una numerosa colonia de estas criaturas, con procurarle una especie de alucinación: casi le parecía haberse convertido en un guardián de parque zoológico que tenía la misión de vigilar a un centenar de monas: esperaba verlas encaramarse de pronto a las lámparas y, suspendidas de ellas por medio de la cola, balancearse exhibiendo el trasero y rechinamientos de dientes sobre los pacíficos visitantes.

Nada escapa al ojo clínico del príncipe. Nadie está a salvo de sus agudas críticas, de su implacable bisturí crítico. Ni siquiera “la tribu diversa y hostil de los hombres”:

“Ligeramente asqueado, el príncipe pasó al saloncito de al lado. Allí, en cambio, había acampado la tribu diversa y hostil de los hombres: los jóvenes bailaban y los presentes sólo eran los viejos, todos amigos suyos. Sentóse un rato con ellos. Allí la Reina de los Cielos no era nombrada en vano, pero, en compensación, los lugares comunes, las conversaciones estúpidas enturbiaban el aire. Entre estos señores don Fabrizio pasaba por ser un extravagante. Su interés por las matemáticas era considerado como una pecaminosa diversión y si él no hubiera sido precisamente el príncipe de Salina y si no se hubiese sabido que era un excelente jinete, infatigable cazador y medianamente mujeriego, con su paralaje y sus telescopios hubiera corrido el peligro de ser dejado de lado. Sin embargo, le hablaban poco porque el azul frío de sus ojos entrevisto entre los pesados párpados, hacía perder los estribos a sus interlocutores, y él se encontraba a menudo aislado no ya por respeto, como creía él, sino por temor”.

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