En el habla de los cubanos, la palabra muela es a veces sinónimo de mucho elaborar y mucho hablar, casi como quien dice un arte o un artificio verbal, el arte de convencer o seducir a base de abundante elucubrar y razonar. (Algo que no se debe confundir con el simple hablar de la blandita).

El muelú, en Cuba y en Santo Domingo, es un experto en el arte de seducir o convencer o engatusar, en el arte de la muela o de dar muela. La Celestina era una muelúa.

Cuando Celestina encuentra por segunda vez a Melibea, el conjuro que la alcahueta realizara para trastornar los sentimientos de la doncella ya está surtiendo efecto. Pero Celestina confía más en las palabras que en el hechizo. Procede con cautela, no se arriesga, pretende no saber nada:

CELESTINA.- ¿Qué es, señora, tu mal, que así muestra las señas de su tormento en las coloradas colores de tu gesto?

MELIBEA.- Madre mía, que comen este corazón serpientes dentro de mi cuerpo.

CELESTINA.- No me has, señora, declarado la calidad del mal. ¿Quieres que adivine la causa? Lo que yo digo es que recibo mucha pena de ver triste tu graciosa presencia.

MELIBEA.- Vieja honrada, alégramela tú, que grandes nuevas me han dado de tu saber.

CELESTINA.- Señora, el sabidor sólo es Dios; pero, como para salud y remedio de las enfermedades fueron repartidas las gracias en las gentes de hallar las medicinas, de ellas por experiencia, de ellas por arte, de ellas por natural instinto, alguna partecica alcanzó a esta pobre vieja, de la cual al presente podrás ser servida.

Celestina conoce a la perfección la manera de insinuarse entre los pliegues de la conciencia y manipular los sentimientos de la infeliz Melibea. Tanto más infeliz en cuanto confía su salvación a la autora de sus males.

En base a su vasta experiencia en relación a los síntomas del mal de amor que aflige a Melibea, la hechicera construye un sutil argumento con el que la va envolviendo a manera de lazo. El lazo que luego apretará en el momento oportuno.

Pronto escuchará Celestina, en boca de Melibea, que su “mal es de corazón, la izquierda teta es su aposentamiento, tiende sus rayos a todas partes”.

CELESTINA.- Gran parte de la salud es desearla, por lo cual creo menos peligroso ser tu dolor. Pero para yo dar, mediante Dios, congrua y saludable medicina, es necesario saber de ti tres cosas. La primera, a qué parte de tu cuerpo más declina y aqueja el sentimiento. Otra, si es nuevamente por ti sentido, porque más presto se curan las tiernas enfermedades en sus principios que cuando han hecho curso en la perseveración de su oficio; mejor se doman los animales en su primera edad que cuando ya es su cuero endurecido para venir mansos a la melena; mejor crecen las plantas que tiernas y nuevas se trasponen que las que fructificando ya se mudan; muy mejor se despide el nuevo pecado que aquel que por costumbre antigua cometemos cada día. La tercera, si procede de algún cruel pensamiento que se asentó en aquel lugar. Y esto sabido, verás obrar mi cura. Por ende cumple que al médico como al confesor se hable toda verdad abiertamente.

MELIBEA.- Amiga Celestina, mujer bien sabia y maestra grande, mucho has abierto el camino por donde mi mal te pueda especificar. Por cierto, tú lo pides como mujer bien experta en curar tales enfermedades. Mi mal es de corazón, la izquierda teta es su aposentamiento, tiende sus rayos a todas partes. Lo segundo, es nuevamente nacido en mi cuerpo. Que no pensé jamás que podía dolor privar el seso como éste hace. Túrbame la cara, quítame el comer, no puedo dormir, ningún género de risa querría ver. La causa o pensamiento, que es la final cosa por ti preguntada de mi mal, ésta no sabré decir. Porque ni muerte de deudo ni pérdida de temporales bienes ni sobresalto de visión ni sueño desvariado ni otra cosa puedo sentir, que fuese, salvo la alteración que tú me causaste con la demanda que sospeché de parte de aquel caballero Calisto, cuando me pediste la oración.

Una vez llegados a este punto, el punto álgido, Celestina entiende que debe proceder con más cautela. Sabe que el verdadero arte de la muela exige discreción y finura. Celestina no mostrará sus cartas todavía. Cualquier torpeza podría quizás anular los efectos del hechizo. Ahora Celestina se ve obligada a hilar más fino.
Amarrar con más fuerza y a la vez delicadeza sus argumentos para que la presa no se libere:

CELESTINA.- ¿Cómo, señora, tan mal hombre es aquél? ¿Tan mal nombre es el suyo que en solo ser nombrado trae consigo ponzoña su sonido? No creas que sea esa la causa de tu sentimiento, antes otra que yo barrunto. Y pues que así es, si tú licencia me das, yo, señora, te la diré.

MELIBEA.- ¿Cómo Celestina? ¿Qué es ese nuevo salario que pides? ¿De licencia tienes tú necesidad para me dar la salud? ¿Cuál físico jamás pidió tal seguro para curar al paciente? Di, di, que siempre la tienes de mí, tal que mi honra no dañes con tus palabras.

CELESTINA.- Véote, señora, por una parte quejar el dolor, por otra temer la medicina. Tu temor me pone miedo, el miedo silencio, el silencio tregua entre tu llaga y mi medicina. Así que será causa que ni tu dolor cese ni mi venida aproveche.

MELIBEA.- Cuanto más dilatas la cura, tanto más me acrecientas y multiplicas la pena y pasión. ¡O tus medicinas son de polvos de infamia y licor de corrupción, confeccionados con otro más crudo dolor que el que de parte del paciente se siente, o no es ninguno tu saber! Porque si lo uno o lo otro no bastase, cualquiera remedio otro darías sin temor, pues te pido le muestres, quedando libre mi honra.

Ahora Celestina tiene a Melibea comiendo de su mano, suplicando por la cura de sus males. Males que tienen remedio a condición de obedecer las instrucciones de “la antigua maestra de estas llagas”.

Un destello de brutal y despiadada inteligencia debió asomarse a los ojos de Celestina al pronunciar las terribles líneas que pueden leerse a continuación:

CELESTINA.- Señora, no tengas por nuevo ser más fuerte de sufrir al herido la ardiente trementina y los ásperos puntos que lastiman lo llagado y doblan la pasión que no la primera lesión, que dio sobre sano. Pues si tú quieres ser sana y que te descubra la punta de mi sutil aguja sin temor, haz para tus manos y pies una ligadura de sosiego, para tus ojos una cobertura de piedad, para tu lengua un freno de silencio, para tus oídos unos algodones de sufrimiento y paciencia, y verás obrar a la antigua maestra de estas llagas.

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