Atenas, época de Pericles.

Desde un pórtico, franqueado por una gigantesca estatua de Apolo, observo la discusión de los sofistas. El Ágora está llena, parece que se jugará el futuro de la Polis.

En la disputa las posturas son extremas. Nadie quiere ceder un palmo. Unos parecen defender principios, otros, intereses. Unos dan la apariencia de ser coherentes, otros no. Unos defienden sus tesis con ideas. Otros con denuestos y calificativos. Unos aceptan que “su” verdad podría no ser “la” verdad. Otros dicen poseerla y aseguran que nadie más tiene acceso a ella.

Ahora, más allá de las disputas y de las invocaciones a Zeus o Poseidón, en la discusión subyace un problema ético. Los sofistas tienen, cuando asumen posturas de coyuntura, una ética adaptable, como la barca que cruza el Mar Egeo en medio de la tormenta y, para no sucumbir, va y viene con el mar y el viento, adaptándose.

Al creerse dueños de la verdad, los sofistas olvidan a Sócrates que murió recientemente al preferir tomar la cicuta antes que abdicar de sus ideas, de sus enseñanzas. Y quien, con una olímpica humildad y a contracorriente del Oráculo de Delfos, no se consideraba “el más sabio de los hombres”.

Al defender intereses efímeros, los sofistas piensan que las opiniones de los demás son falsas, solo por no ser las de ellos. Descalifican ad hominem y dejan ver esa “vanidad innata, especialmente susceptible en lo tocante a las capacidades intelectuales, (que) se niega a admitir que lo que hemos empezado exponiendo resulte ser falso y cierto lo expuesto por el adversario”.

En esta parte de la discusión “El interés por la verdad, que en la mayoría de los casos pudo haber sido el único motivo al exponer la tesis supuestamente verdadera, cede ahora del todo a favor del interés por la vanidad: lo verdadero debe parecer falso y lo falso verdadero” (Schopenhauer).

Los sofistas, al salir de la academia son capaces, como Plauto en “Los dos Menecmos”, de endilgar a otros lo que ellos padecen, y de pretender enseñar lo que no siguen ellos: “Acusamos a los otros de locura, de necedad, y nosotros mismos somos los más tontos”. Es como “que un hombre inconstante escriba de constancia, que un vividor profano prescriba reglas de santidad y piedad (o) que un tonto incluso haga un tratado sobre sabiduría (…)” (Dionisio, gobernador de África nombrado por César).

Los sofistas son la admiración de toda Atenas, por eso escribo sobre ellos. Incluso en mis adentros quisiera ser uno. Pero sus clases son inalcanzables para un plebeyo, no he escrito sobre nada –mejor, así no me contradigo después-, ni tengo amanuenses que escriban por mí. Tampoco he tenido acceso a los tratados que los sofistas leen y escriben. Y, más importante aún, no tengo el problema ético ni los remordimientos de conciencia que todo buen sofista debe padecer.

Solo puedo escucharlos y admirarlos en el Ágora, desde un pórtico, franqueado por una gigantesca estatua de Apolo.

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