Cuatrocientos años sin él…

“¡Muera Don Quijote!,¡viva Alonso Quijano el bueno!”MIGUEL DE UNAMUNOUnoParecería muy simple aquella mentira: tan sólo la vida de un hidalgo de la Mancha de unos 50 años, que tras leer…

“¡Muera Don Quijote!,
¡viva Alonso Quijano el bueno!”
MIGUEL DE UNAMUNO

Uno

Parecería muy simple aquella mentira: tan sólo la vida de un hidalgo de la Mancha de unos 50 años, que tras leer muchos libros de caballería decide disfrazarse de caballero andante y partir de ajetreos con su viejo caballo Rocinante. Tiene como propósito “irse por todo el mundo con sus armas y caballo a buscar las aventuras y a ejercitarse en todo aquello que él había leído que los caballeros andantes se ejercitaban, deshaciendo todo género de agravio y poniéndose en ocasiones y peligro donde, acabándolos, cobrase eterno nombre y fama”.

Dos

El 29 de septiembre de 1547 nace en Alcalá de Henares, Madrid, el cuarto de siete hijos de Rodrigo de Cervantes, cirujano itinerante, y Leonor de Cortinas, de una familia de hidalgos, pero de los más pobres. (Se ignora el porqué, desde joven, Miguel utilizó Saavedra como segundo apellido, originario quizás de algún familiar remoto).

En 1569 se muda a Roma para servir de camarero al futuro cardenal Giulio Acquaviva; aunque se piensa que sólo buscaba refugio, tras herir a alguien en un duelo y recibir una orden de castigo y destierro.

Es 1571 y Miguel está presente en la ofensiva de Lepanto –“la más memorable y alta ocasión que vieron los pasados siglos, ni esperan ver los venideros”– bajo el mando de un joven de su edad: Don Juan de Austria. Aunque la batalla le inhabilita la mano izquierda, pese a todo, camina él varios años en el frente de combate, y lucha en los escenarios de Túnez, Corfú y Mondón.

Luego de su rescate de las mazmorras argelinas, vuelve a España a los 33 años. En 1584 nace su hija Isabel, tras una fugaz relación con Ana Villafranca de Rojas, esposa de un tabernero. Pocos meses después, a los 37, se casa con Catalina Salazar y Palacios Vozmediano, la hija de 19 de un hidalgo de Esquivias.

Tres

Al punto en que se extingue en El Escorial la vida de Felipe II (hace 418 años), “Rey Prudente y Católico”, “Príncipe del Renacimiento”, algunos españoles clarividentes lo apuntan: la decadencia está ahí.

Fernando de Aragón, fidedigno Príncipe de Maquiavelo, ha fundado el Estado moderno y mercantilista. La Castilla de los Reyes Católicos conquista Granada, irrumpe en África y descubre el Nuevo Mundo. España tiene tesoros, tierras y una mano de obra servil. Aquella grandeza, no obstante, perdura escasamente un siglo.

En el “Guzmán de Alfarache” (de 1599), Mateo Alemán expresa: “Líbrete Dios de la enfermedad que baja de Castilla y del hambre que sube de Andalucía”. Así, la moneda castellana naufraga a partir de 1625, la unidad ibérica en 1640, y la “famosa infantería” en los bosques pantanosos del Rocroi de 1643.

Después de 1609, a la calamidad económica se añade el infortunio social: la expulsión de los “moriscos”. Residuo del moro vencido, convertido por la fuerza, mas no asimilado por la colectividad; carretero o tendero o campesino que vegeta en coto cerrado, servidumbre del gran señor de la Reconquista, el morisco deviene víctima propiciatoria en unos tiempos de tribulación. Falso cristiano, mala casta, espía, merodeador, traficante que acumula ducados: el moruno es un ser “demasiado prolífico” a quien le es posible “vivir de la nada”, relata Miguel en el “Coloquio de los perros”.

Cuatro

La novela se divide en dos tomos que narran la vida del hidalgo manchego a la usanza de los relatos caballerescos. La primera parte del libro fue publicada en 1605; la segunda, en el 1615. Se trata de una obra renacentista por su humanismo, pero con trazos barrocos: el desengaño, el ambiente teatral, las apariencias falsas.
Todos piensan que Don Quijote está loco, aunque, según apunta Don Américo Castro, se trata sólo de una locura instrumental. Esta coexistencia de cordura y demencia resalta desde un principio cuando Don Quijote afirma: “Yo sé quién soy… y sé que puedo ser…todos los doce Pares de Francia (los doce caballeros que, en la historia medieval europea, acompañaron a Carlomagno y que han dado origen a la estructura aristocrática de Francia) y aun todos los nueve de la Fama…” (los tres hombres paradigmáticos de la historia judía: Josué, David y Judas Macabeo; los tres de la tradición clásica pagana: Héctor, Alejandro y Julio César; y los tres de la historia cristiana: el rey Arturo, el rey Carlomagno y Godofredo de Bouillon).

Cinco

Uno de los rasgos señeros de la novela moderna es la polifonía: la disolución, en una suma de voces, del único y todopoderoso narrador omnisciente de la novela decimonónica. Similar a la invención de un relator ubicuo, universal, el tiempo novelesco es asimismo un artificio, una ilusión sin lazo alguno con el decurso real en que acontece la narrativa.

Pero mucho antes de las hazañas novelescas de siglos pasados, ya Miguel ha superpuesto y cruzado las voces, los planos y los sucesos del relato. Él, de algún modo, los revuelve, los altera, los dilata, los contrae, como quien forjara espacios y seres y palabras con un quimérico soplido que, de pronto, se deshace en el pasmoso y extático palabrerío de aquella fábula incesante.

Seis

¿Cuál será, acaso, la suerte de este libro que por más de 400 años ha permanecido en el corazón de los humanos? ¿Qué hacer, entonces, a fin de perpetuar su legado de sabiduría y de seducción, su insustituible perspicacia acerca de la índole y del sueño de todos los hombres en todos los tiempos?

Tal vez una fórmula apropiada sería la de educarnos para olvidar a Don Quijote, como propuso hace algunos años el filósofo español Fernando Savater. O, quizás, la de soñar con él, con el Quijote, como Thomas Mann en su travesía marítima. Y hablarle y notar que tiene otro aspecto distinto al de los dibujos; que lleva un bigote grueso y enmarañado, con la frente alta y huida; y bajo las cejas, asimismo enredadas, unos ojos grises, casi ciegos. Y hasta escucharle decir, con voz templada: no soy el Caballero de los Leones, soy simplemente Zaratustra.

Siete

De la mano de Don Quijote, España se encumbra hasta sí misma y reencuentra la fe ardiente del Campeador, unida a la numinosa certeza de Fray Luis. Desde tal punto podría mirarse a Don Quijote como el sujeto valeroso, enfermo de alma, idealista épico, sublime, fantástico, flaco y maltrecho, producto de siglos de batallas y de sueños exaltados. Y que al representar uno de los personajes eternos de la biografía humana, caracteriza el mundo ilusorio que España creó, creándose ella al mismo tiempo.

Imaginemos, así, que existe el Quijote de la literatura, pero creamos que también perdura el Quijote de la existencia, el Quijote del altruismo. Cual Prometeo extraviado, fútil, que no atina en sus empeños. Justiciero instintivo, sencillo, ascético, alucinado y profético, que haría decir al Libertador Simón Bolívar: “En este mundo, los tres majaderos más grandes hemos sido Jesucristo, Don Quijote y yo”.

Ocho

Si bien la obra cervantina está impregnada de un borroso carácter laico, en los últimos trechos de la vida el escritor se torna fervoroso. Así, poco antes de morir, pronuncia los votos definitivos a la Orden Tercera de San Francisco.

En 1616 se enferma de hidropesía (o de diabetes) y el 22 de abril fallece Don Miguel en su casa en la calle del León, en Madrid. Sus restos tomaron sepultura en el convento de las Trinitarias Descalzas de la actual calle de Lope de Vega.

Nueve

Yace él en su lecho de muerte durante seis días, presa de fiebres y desmayos. Su lucidez mental no merma ni siquiera con el avance del deterioro físico. Lo visitan el cura, el bachiller, el barbero, Sancho, el ama de llaves y la sobrina. Don Quijote hace testamento, se confiesa ante el cura y reniega de su alarmante vida pasada cuando era El Caballero de la Triste Figura.

Sancho le ruega que no muera así, que no se deje morir de ese modo. Don Quijote admite el error de haber creído en la existencia de los hombres de caballería. Ocurre, de esta suerte, que los personajes que le rodean se han “quijotizado” y necesitan de ese héroe, gracias al cual ya ellos no son los mismos. Sin embargo, nada le hace cambiar de opinión a Don Quijote, quien, consciente de sus locuras pasadas, no quiere abandonar este mundo con el estigma de loco.

Pero aquella escena es rigurosamente falsa. Don Quijote es irreal y tan sólo encarna un signo, un tropo. Quien muere es Alonso Quijano el bueno. Don Quijote, el incorpóreo, el metafísico, ha escapado del escenario de aquella muerte “tan cuerda y tan cristiana”, como la sollozara Don Marcelino Menéndez y Pelayo.

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