El legado de un terremoto

Días después del terremoto, escribí que la dimensión del daño provocado a Haití era de tal magnitud que no bastaría con la ayuda humanitaria que se enviaba desde el país y otras partes del mundo, para contribuir a aliviar el sufrimiento de…

El legado de un terremoto

En febrero de 2010 escribí que llegará el día en que la atención sobre Haití disminuirá hasta un punto en que la ayuda humanitaria descrecerá, los médicos y socorristas volverán a sus países y los haitianos tendrán que hacer frente a la…

Días después del terremoto, escribí que la dimensión del daño provocado a Haití era de tal magnitud que no bastaría con la ayuda humanitaria que se enviaba desde el país y otras partes del mundo, para contribuir a aliviar el sufrimiento de millones de haitianos.

Habría necesidad de un esfuerzo de la comunidad internacional que trascendiera el plazo en que la tragedia dominara los titulares y la atención mundial. Un esfuerzo gigantesco que sobreviviera al entusiasmo inicial que el sentido de la solidaridad humana volcaba en estos días sobre esa nación.

Nunca como entonces se hacía tan urgente una acción de tal intensidad a favor de esa empobrecida y golpeada nación; un esfuerzo colectivo de larga duración, similar al observado en esos momentos de dolor y sufrimiento.

Lo que Haití requería y aún requiere es un plan casi como el que Estados Unidos llevó a cabo para salvar a Japón y Europa de la destrucción de la guerra.

Una especie de Plan Marshall que no podrá ser dejado únicamente bajo la responsabilidad de los estadounidenses, porque la comunidad internacional tiene una deuda moral con el pueblo haitiano, al que ha abandonado a su suerte.

Un plan, decía, que ayudara a reconstruir la infraestructura física de ese país, puentes, carreteras, caminos, presas, etc., y que salvara el territorio de la desertificación, repoblando sus montañas y recuperando sus bosques, para que los ríos vuelvan a tener su caudal original, resurja la agricultura y los haitianos puedan producir para alimentarse y superar las precariedades que padecen desde sus mismos inicios.

Un plan que permita el regreso de la inteligencia haitiana que emigró por falta de oportunidades y la represión política, para inyectar a la vida a la nación ideas modernas y capacidad gerencial para sortear los desafíos del futuro. Un fideicomiso indefinido si fuera necesario, porque la reconstrucción de ese país durará muchos años. l

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En febrero de 2010 escribí que llegará el día en que la atención sobre Haití disminuirá hasta un punto en que la ayuda humanitaria descrecerá, los médicos y socorristas volverán a sus países y los haitianos tendrán que hacer frente a la tragedia en medio de la soledad que siempre sigue a los infortunios. El momento justo para el cual los dominicanos debemos estar preparados, porque vendrá acompañado de las réplicas que aún no han sacudido el suelo nativo y que se manifestará, si llegara a ocurrir, en avalanchas masivas de huérfanos y damnificados buscando lo que ya no podrían conseguir en Haití.

A mediados de abril de ese año se realizó en esta capital una conferencia  para coordinar la ayuda que la comunidad internacional estaba dispuesta a prestar a la vecina nación en el corto, mediano y largo plazos.

De los compromisos que allí se formularon y de la voluntad que se demuestre para cumplir con los objetivos de la recuperación haitiana, dependerá que el inevitable momento del olvido no termine de derrumbar las esperanzas que el sismo dejó débilmente en pie, sobre cimientos erosionados por la furia de la sacudida. Para este país que comparte la isla y el destino con su vecino, era y es de la mayor trascendencia que en esa reunión se suscribiera, más allá de las palabras, un compromiso que garantizara a los haitianos las oportunidades futuras que la ira de la naturaleza hizo escombros. Debemos, por tanto, empeñarnos en que el sentimiento de solidaridad mundial que siguió a la catástrofe no se extinga y la llama que iluminó los rostros sin vida de los sobrevivientes continúe ardiendo. El problema haitiano no se reduce a una masiva ayuda humanitaria de alimentos y medicinas. El mundo tiene la obligación moral de ayudarle a levantarse del polvo y el desamparo, devolverle el verdor de sus campos, para que los ríos de nuevo fluyan y renazca la agricultura y con ella la esperanza.

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