Oraciones remotas

Dentro de algunos días se cumplirán treinta años de lo que podríamos llamar el tercer “aggiornamento” de la Carretera Duarte: eje imprescindible de la vida económica y social del país. Mis frases de aquella ocasión reviven algunos palmos…

Dentro de algunos días se cumplirán treinta años de lo que podríamos llamar el tercer “aggiornamento” de la Carretera Duarte: eje imprescindible de la vida económica y social del país. Mis frases de aquella ocasión reviven algunos palmos de historia, trenzados ahora a la memoria y a la huella de un oficio que ya se extiende por casi medio siglo.

Señoras, señores:

Será entonces 1912. Una piqueta cava el surco y el surco es pobre y estrecho. En la vieja ruta del cacique transitan la firmeza y el asombro de los conquistadores. Levantando fortines —en Santiago, en Concepción, en Bonao, en Nueva Isabela—, por el milenario atajo del Bonao cabalgó Castilla en la hora postrera del siglo XV. Después, durante más de 400 años, este ha sido el sendero de la pequeñez, de la rudeza, del aislamiento. El mundo antiguo mide las distancias contando el tiempo del trayecto. Cuatro días es el invencible trecho que divide el mar de la llanada fértil. Cuatro días es la rigurosa dimensión del desamparo.

Es ahora 1912 y una piqueta muerde y despeja la vereda. Hay una dura decisión de metal doblegando la resolución primitiva de la arcilla, y hay un brazo dominicano impulsando la herramienta. Mucho ha demorado el brazo para levantar esa herramienta, y mucho ha dilatado la historia en alzar este brazo.
Pero es el 1912 y ya hay una piqueta y una voluntad dominicanas rompiendo y ensanchando la vereda prehistórica.

Transcurren los años. La geografía de nuestra pobreza está surcada, apenas, por veintidós kilómetros de una carretera que muy poco se aparta de la ruta del Bonao.

Luego son setecientos mil los dominicanos. Ahora se pueden contar en decenas los automotores que caminan nuestro territorio. Setenta y seis kilómetros de carreteras constituyen la medida del progreso nacional. Asoma junio de 1916.
“Señor Almirante Robinson; señoras y señores:”

“Había estimado siempre como factor deprimente del progreso de la República la falta de contacto directo y personal entre el centro director, que es la capital, y las regiones del trabajo nacional mejor pobladas: la comarca cibaeña”.

“Si el país considera serenamente lo que esta obra significa para su prosperidad, prodríale ser permitido, solamente, sentir el pesar de que hubiera sido ejecutada durante este período doloroso”.

Así hablaba Teófilo Cordero y Bidó, Gobernador Civil de la Provincia de La Vega, el 6 de mayo de 1922. Se inauguraba ese día la Carretera Duarte y el gobierno militar de Santo Domingo lo declaraba como Fiesta Nacional. Diez años necesitó la nación —diez años y un sonrojo— para domesticar las laderas y las quebradas del camino del Bonao.

Podría entenderse como pecado de lesa inteligencia el relatar la historia de una carretera, el hacer la exclusiva narración de un camino y de sus vicisitudes, sesgando la mirada a la totalidad del cuadro social.

Pero los hombres entienden que, siempre, una vía de comunicación es resultado de un deseo y de un impulso colectivos. Así, Roma hace del camino un instrumento de predominio e integración dentro de las fronteras remotas del imperio. Después, en la Edad Media, cuando anochece la historia, la vía terrestre está construida por la pisada del peregrino. Sólo será legítimo ahora el desbrozar caminos hacia la salvación, y únicamente Aristóteles y la Escolástica tendrán piqueta capaz de adecuar este sendero a lo indescriptible. Ya más tarde, cuando la ciencia y la técnica reclaman el camino como un medio de progreso, a través de él fluirán la superación colectiva y el ideal de solidaridad de los humanos.

Pero ya lo he dicho antes: no es ésta la circunstancia. Hablo de razones y no de resultados. Los episodios hacederos de la historia social dominicana no reseñan suficientemente la vida de esta ruta. Acaso porque ha sido éste el reverso del ejemplo tradicional. Quizás porque es la crónica de nuestra modernidad económica la que deberá escribirse, e inscribirse, como un capítulo en la historia de este camino que es la carretera Duarte.

Ahora es el 1952. Treinta años han transcurrido y son dos millones cien mil los dominicanos que pueblan el país. El viejo itinerario de los años veinte se siente ya como estrecho y sinuoso. Es necesario contar por centenares los vehículos que se mueven entre el Cibao y la ciudad capital. Más numerosos, más veloces, más anchos y pesados son entonces los automotores.

Se impone el domeñar otra vez la orografía. Es necesario, de nuevo, suavizar las quebradas y los escollos de la ruta del Bonao. La nueva carretera nace y se explaya con la geometría grácil de la nueva velocidad, del nuevo tiempo.
Sesenta millones de dólares y cuatro años de trabajo constituyen el precio para llegar a las puertas de la llanura fértil. Sesenta millones de dólares ha costado, en los años cincuenta, reducir a sólo noventa minutos la distancia de Santo Domingo a La Vega. El país se ha hecho más pequeño. Más grandes son, en contraste, la economía y el desarrollo social de la República.

La década del 70 irrumpe como un brisote de asombro. Se eleva el precio de nuestra azúcar y se encumbran, al mismo tiempo, las ilusiones del desarrollo nacional. Todo sube, con la magia feraz del cañaveral. Hemos crecido un 11% en tan sólo un año. La Oficina Nacional de Planificación redacta un Plan Nacional de Desarrollo donde sobrevuelan los manes de Tomás Moro y Campanella. Miles de vehículos congestionan la carretera. Nuestra breve e insegura abundancia se hace turbación. El vértigo nos lleva a pensar que es imperecedera la fecundidad. Y ese desvarío nos conduce de nuevo la mirada hacia la vieja ruta del Bonao.

Estamos en 1975. La carretera —por segunda vez en su vida— se contempla ya reducida y desmedrada ante el designio de progreso del dominicano. La economía del país se ha organizado en torno a este eje vial. Ahora proyectamos una nueva carretera. El pensamiento ha colocado un pie en el sueño y otro en la desproporción. Se acarician anhelos de desarrollo. Tendremos casi 25 mil vehículos transitando cada día del año 1986 en el primer segmento de la Carretera Duarte, y más de 62 mil automóviles diarios cuando nos asomemos al nuevo siglo, decía el estudio de 1976. Son las horas del delirio. Muy poca carretera existe para tanto sueño. Debemos ensanchar la vieja ruta de los caciques para alojar nuestro espejismo.

Con su poderosa carga de convicción, la utopía se impone. Sesenta millones de dólares cuesta ahora ensanchar la carretera en los 19 kilómetros hasta Pedro Brand. Un oído siempre atento y generoso —el Banco Interamericano de Desarrollo— se eleva hasta la altura de nuestra fantasía. Pero la idea, toda idea, será verosímil en tanto se vuelva materia dura la bruma del delirio.

Avanza el tiempo. Un implacable vendaval de adversidad deshace la neblina. Menguan los encumbrados precios del azúcar. Se inicia la más dramática de las revoluciones económicas del siglo. Un quintal de azúcar es la medida de veinte barriles de petróleo a principio de los años 70. Un barril de petróleo es la medida de cinco quintales de azúcar cuando llega la octava década del siglo.

No hay morada para la utopía en 1981. La hacienda pública es exigua. La deuda latinoamericana crece a imagen y semejanza de la inequidad energética. Las naciones que decuplican el precio de su petróleo multiplican, también por diez, su deuda. El victimario se torna en víctima. El petróleo es, ahora, tan sólo la metáfora de una riqueza que escapa inexorablemente.

Es el 1982 y la crisis acontece de manera penetrante. Está deformado el espinazo económico de la nación. Muy cortos son los recursos, y muy anchas y profundas las carencias. Debemos exigir un mayor beneficio social al dinero invertido.

Caminar por la carretera deteriorada y estrecha resulta muy costoso. Los grandes automotores han reemplazado al pequeño carro de pasajeros. De un 40% en los años 70, los carros públicos disminuyen a 8% en 1982. De un 3% sube hasta un 20% la presencia del autobús en el mismo lapso. Es 1982 y no habrá otros recursos para renovar la carretera hasta Santiago. Se impone, pues, reformular el proyecto de la Carretera Duarte.

Hay ahora menos tráfico que en 1975. Dijimos que era posible, con los recursos ya aprobados, ensanchar la carretera hasta el kilómetro 28 y, al mismo tiempo, modernizar los 125 kilómetros que alcanzan a Santiago. Alguien escucha, atento y comprensivo. Está iniciando marzo de 1984 cuando el BID aprueba la reformulación del proyecto de la Carretera Duarte.

A paso rápido se desliza el año. La obra, ahora, es impracticable con los medios disponibles en el país. El proyecto reformulado exige, en quince meses, un volumen de hormigón asfáltico superior al que toda la nación es capaz de producir en tres años. Ya finaliza mayo del 1985 cuando se inicia la pavimentación de la vía.

Ahora, quince meses después, ya está en Santiago la carretera. Logrado el objetivo, sobran aun recursos que el BID asignó para ejecutar obras complementarias de la vía.

Teníamos la razón. Reformular el proyecto de la Carretera Duarte era indisputable. Más de veinte millones de dólares anuales serán los ahorros directos de los usuarios. Mucho menos combustible y lubricantes, reparaciones y neumáticos, gastará quien hoy viaja al Cibao. Más apacible y corto será el trayecto. He de repetirlo: teníamos la razón. Ante ustedes se despliega nítidamente la evidencia.

Hoy no es 1912. Por la vieja ruta del cacique, por el milenario atajo del Bonao se mueve ahora el caudal humano de un pueblo que erige los fortines de su progreso material.

Ya excavó la piqueta en este sitio. Pero eso no es todo. Otros surcos pretendidos anhelan la resuelta decisión y el brazo en alto.
Allí estaremos.
Muchas gracias.

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Palabras de Pedro Delgado Malagón, Secretario de Estado de Obras Públicas y Comunicaciones, el día de la puesta en servicio de la Carretera Duarte; 14 de agosto del 1986. 

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