Cuando muere un ser querido

He escrito sobre el tema en otras ocasiones, por lo que no me referiré a la persona que muere, pues ésta, fuera del momento de la separación entre el cuerpo y el alma, deja de sentir, de sufrir de preocuparse.

Cuando muere un ser querido

Hace justo un mes, una amiga de mi madre perdió a uno de sus hijos. La niña, cuya condición especial no le permitió disfrutar la vida en la misma medida en que lo hicieron sus hermanos, partió de este mundo cuando le faltaba precisamente un mes&#8230

He escrito sobre el tema en otras ocasiones, por lo que no me referiré a la persona que muere, pues ésta, fuera del momento de la separación entre el cuerpo y el alma, deja de sentir, de sufrir de preocuparse.

Ha pasado a un estado de reposo y de silencio, del que no volverá nunca más.
En esta ocasión, lo triste es todo lo que esa persona deja en el mundo en que vivió, en especial, en el reducido espacio que compartió con sus seres queridos, lo poco o mucho que logró alcanzar mientras duró su vida, aquellos objetos que más le gustaban, las cosas que disfrutaba, lo que le producía alegría, lo que le entristecía. En fin, un sinnúmero de cosas.

Lo más triste son los seres queridos que quedan desconsolados, pero aún peor es cuando entre esos deudos hay niños, a los cuales es muy difícil explicarles que ese padre, hermano, amigo, ya no volverá, porque se fue para siempre a un lugar del cual es imposible regresar. La muerte, más aquella que llega de forma sorpresiva, inesperada, que no solo se lleva al ser humano, sino que junto a éste arrasa con todos sus sueños, aspiraciones, planes, proyectos, esa es la más terrible. Nadie está listo para ver partir a las personas que ama, sin importar la avanzada edad que tenga, que no pueda valerse por sí misma, que sus fuerzas le hayan abandonado por completo. Eso pasa con los padres y abuelos, a los que queremos tener a nuestro lado por siempre, aunque el deterioro físico y mental en que van cayendo poco a poco, nos vayan alertando de que un buen día se irán a dormir y no despertarán más, pero cuando se trata de una persona joven, llena de vida, sueños e ilusiones, con un futuro promisorio, aquel que está llamado a sepultar a sus padres y no éstos a él, no es fácil de asimilar. Muchas veces no somos felices y sabemos que jamás las cosas serán como deseamos que sean, pero eso no debe hacernos perder la esperanza, ni el amor por la vida. Todos, sin importar, tenemos quien nos ame, alguien que de seguro sufrirá con nuestra ausencia. Es por eso, que además de pensar en Dios y pedirle fortaleza y guía, es importante que, ante la desesperanza y antes de tomar una decisión equivocada, pensemos en el dolor, el vacío y desesperación que dejaremos con nuestra partida, en los corazones de nuestros seres queridos.

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Hace justo un mes, una amiga de mi madre perdió a uno de sus hijos. La niña, cuya condición especial no le permitió disfrutar la vida en la misma medida en que lo hicieron sus hermanos, partió de este mundo cuando le faltaba precisamente un mes para cumplir sus doce años.

Su madre quedó devastada, la condición especial de la niña creó entre ambas una conexión y una dependencia mutua que ahora le hace pensar que su vida carece de sentido.

Muchas veces está sentada conversando y de un momento a otro se levanta de su silla y camina en dirección a la habitación que ocupaba su pequeña para verificar que la criatura está bien. Llega hasta la cama, ahora vacía, y sale desolada, llora y llena de angustia se pregunta si la terrible pérdida la estará volviendo loca.

Su madre, la abuela del angelito que partió de esta tierra, se me acerca preocupada, “¿estará mi hija enloqueciendo?”, me pregunta. Pienso un poco antes de hacer algún comentario. Busco dentro de mí y mis propias pérdidas, no tengo que hacer mucho esfuerzo para recordar los primeros días de aquel suceso.

Recuerdo cuántas veces tomé mi celular para llamar a mi hermano y contarle cualquier cosa, muy buena o muy difícil, que me estuviera sucediendo.

Mi reacción era la misma, cuando buscaba en el directorio de mi celular y volvía a la realidad, él ya había muerto, ya no estaba para llamarlo y contarle mis cosas. Entonces lloraba desconsoladamente, su muerte volvía a dolerme profundamente.

No pensaba que estuviera volviéndome loca, solo me hice más consciente de que debía comenzar a resignarme, a aceptar que él se había ido de este mundo y que solo me quedaba su recuerdo, el gran amor que nos teníamos y el ejemplo de trabajo y honradez que lo caracterizó en vida.

Luego de hacer este ejercicio mental, le dije a la señora que no se preocupara, que solo era cuestión de tiempo, que aunque nunca olvidamos, nos resignamos, aprendemos a vivir con el recuerdo de lo vivido, dando gracias por el tiempo compartido, por lo que dimos y recibimos de nuestros seres queridos, que han partido primero que nosotros a ese lugar al cual un día todos vamos a llegar. l

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