La coherencia, como comportamiento humano, tiene que ver con hacer coincidir los sentimientos, pensamientos y acciones en todo lo que hace y dice. Ser coherente es un gran valor humano que pocas personas logran conseguir, unas veces por razones personales, otras por presión social, donde se ven obligados a actual de acuerdo a lo esperado en el grupo social en que se están desenvolviendo en un momento determinado.
Es a esta última que quiero referirme y a la que los psicólogos sociales llaman el “poder de la situación” para referirse a como situarse o adecuarse a las características del grupo en que se esté “actuando”.
Ser espontáneo y no medir las consecuencias de los actos se entiende como un desajuste social. Existen unos códigos que explícita o implícitamente impone el grupo de pertenencia y que contribuyen a la aceptación y reconocimiento dentro de él.
“Adquirir la competencia social para moverse en las situaciones sociales cotidianas es adquirir las competencias interpretativas y cognitivas que estas presuponen e inculcan.
Nuestro pensamiento no se estructura lógica, sino sociológicamente. Nuestro conocimiento y nuestra experiencia son almacenados en la memoria por su utilización en tareas prácticas.” (Criado, 1998: 62) Todo enunciado es producto parcialmente de la situación o contexto donde se produce.
Los discursos no son simples expresiones de opiniones o hechos, sino que se generan en el proceso de interacción social. Pero además, en cada grupo jugamos un rol diferente, donde vamos ejerciendo la capacidad histriónica de manera diferenciada, de acuerdo a las expectativas de nuestro público particular, que con su aprobación o rechazo determina que lo repita o lo elimine.
De manera que cada vez que nos acercamos a tener un comportamiento coherente (sentimiento, pensamiento y acción) probablemente estamos siendo etiquetados como desadaptado por algunos de esos grupos de que somos miembros; en el peor de los casos: rebeldes sociales. l