Madre, maestra y santa

Era una noche fresca de diciembre de 1967. Mi tía Josefina, su hermana del alma, estaba sentada a su lado mientras el Coro de 40 estudiantes de La Salle cantaba “Siempre es hermoso vivir”. Terminada la canción, la bárbara que mi tía tenía…

Era una noche fresca de diciembre de 1967. Mi tía Josefina, su hermana del alma, estaba sentada a su lado mientras el Coro de 40 estudiantes de La Salle cantaba “Siempre es hermoso vivir”. Terminada la canción, la bárbara que mi tía tenía al lado le susurra al oído que la única voz que ella distinguía era la de Andy. Mi tía quedó perpleja.

Escuchar la voz languideciente de Andy en un coro donde cantaban Juan Luis Guerra y el hoy tenor Francisco Casanova, constituía una imposibilidad mayor que la cuadratura del círculo, la determinación con regla y compás de un cuadrado que posea un área idéntica a la del círculo dado.

La irracionalidad del amor de una madre quedaba de nuevo revelada. Sólo el oído del corazón podía explicar lo que tía Josefina acababa de escuchar de Odette. Así llamaron Abraham y Laila a su hija, mi madre.

No voy a caer en la exageración de afirmar que los hermanos Dauhajre Nader tuvimos la dicha de recibir el más grande amor que una madre haya podido dar a sus hijos en la historia de la humanidad. Lo que sí puedo decir es que no conozco un caso de otro amor de madre que haya superado el de Odette hacia sus hijos Luchy, Abraham, Odette Marie, Munir, Miguel y Andy.

Este, sin embargo, no fue un amor que recibíamos como si fuese un derecho divino que se nos concedió cuando Odette se convirtió en nuestra madre. Esta bella dominicana con sangre libanesa estaba consciente que a los hijos se les puede dar un amor sin límites. Pero el amor verdadero, el que contribuirá a que ellos puedan ser hombres y mujeres de bien para sus familias y su país, siempre va acompañado de un conjunto de valores, principios y reglas que en la niñez y la juventud percibimos como exigentes e injustos, pero que luego resultan esenciales en nuestra jornada diaria hacia el progreso y la felicidad.

“Se rompió la taza, todo el mundo pa’ su casa!” era el canto de estudio de nuestra madre. Una especie de reloj humano que funcionaba todos los días de lunes a viernes, avisando la llegada de las 3 de la tarde. Los amigos del barrio de la Pastoriza, sabían que durante las próximas 4 horas, los Dauhajre Nader quedaban totalmente incomunicados con el exterior, pues la sesión de tarea y estudios -una especie de tanda extendida en el hogar-, bajo la dirección de una Doña Odette, que de madre amorosa se transformaba en maestra rigurosa, se había iniciado.

Mi madre nunca pudo sobreponerse al dolor que le provocó la decisión de su padrastro de sacarla de la escuela luego de haber completado el 5to año de primaria, a pesar de ser la mejor estudiante de su curso. Lo que una mujer debe saber, decía Don Yadith, es cocinar, lavar y planchar. A pesar de quedar al margen de la educación escolar, la obsesión de mi madre con la lectura la llevó a leer todos los libros que podía obtener prestados.

Nuestra madre se esmeró en darnos lo que a ella se le había negado, la oportunidad de estudiar sin límites. Como maestra en la tanda vespertina que funcionaba en la Roberto Pastoriza 116, era extraordinaria.

Nunca podré olvidar que ante la densidad del texto de historia dominicana de José Gabriel García que utilizábamos en la primaria de La Salle, mi madre dedicó largas horas de la noche a prepararnos guías de estudio en forma de mascotas con preguntas y respuestas escritas a lápiz, para facilitarnos la comprensión.

Pero si algo nos benefició extraordinariamente era la claridad de sus explicaciones. Una maestra que sólo había completado el 5to de primaria tenía que esforzarse en entender primero el material antes de explicarlo a sus hijos. Era como si una compañera o compañero aventajado de la clase estuviese en casa todas las tardes explicándonos las materias en términos sencillos y claros.
No entendía mucho a mi padre cuando le pedía que me explicara la aritmética de fracciones o “quebrados”, como le llamábamos en aquel tiempo. Las dudas quedaban resueltas cuando pedía ayuda a la profesora Odette, mi maestra vespertina.

Un Ph.D en ingeniería eléctrica de Caltech, otro en economía de Columbia, un ingeniero civil con MBA de Columbia, otro ingeniero industrial con MBA de Rensselaer Polytechnic Institute, una arquitecta y una licenciada –summa cum laude- en contabilidad y auditoría, es la cosecha que esta extraordinaria mujer logró recoger con su esfuerzo, sacrificio y dedicación.

No puedo explicar cómo la esposa de nuestro padre lograba organizar su tiempo para agregar a la tarea de madre y maestra, el rol de empresaria.

Mi madre nació en el seno de un hogar económicamente holgado, fruto del éxito en el comercio de mi abuelo materno. Abraham Nader, sin embargo, falleció a los 47 años, cuando mi madre apenas tenía 7 años. Mi abuela Laila casó de nuevo y al poco tiempo, los ahorros dejados por el padre de mi madre, se esfumaron.

Durante 13 años mi madre vivió en Hato Mayor, en medio de las precariedades que hoy definen a un hogar pobre en nuestro país. Allí aprendió a coser, actividad que le permitió generar algunos ingresos para contribuir al sostenimiento del hogar que compartía con su madre y sus hermanos Arnol, Munir, Samir, David y Ricardo, cuando regresaron a Ciudad Trujillo en 1949.

Con el tiempo fue migrando de la costura al comercio, apoyando a su hermano y su madre en las iniciativas comerciales que emprendieron. Así fue como comenzó a despertar el gen fenicio que Odette llevaba dentro.

Este se desarrolla a plenitud cuando el destino llevó a nuestro padre, el cirujano general con 4 años de experiencia en los hospitales de New York University, a dejar el ejercicio de la medicina e incursionar en el comercio con su primera tienda, La Riviera. Al poco tiempo, fundaron La Novia de Villa.

A nosotros sus hijos nos hacía mucha gracia verlos a ambos “intercambiando opiniones” sobre las decisiones de qué comprar para vender en la tienda.

Saltaba a la vista que el gen fenicio que se requiere para triunfar en el comercio se alojaba en ella. Por eso los intercambios subían a veces de tono cuando el espíritu empresarial de nuestra madre se encontraba con la previsible conformidad del médico con vocación social a quien el destino le había reservado un espacio en el mundo del comercio.

En ocasiones Luchy, nuestra hermana mayor, estaba conversando con nuestro padre en su oficina. “Ahí viene, que habrá pasado ahora”, atinaba a decir con nerviosismo el Presidente-Tesorero cuando la Vicepresidente-Secretaria, papeles en mano, se acercaba aceleradamente hacia su oficina con cara de “aquí se va a pelear”.

La crianza de 6 hijos nacidos entre mayo de 1956 y febrero de 1962, su educación, el trabajo intenso durante 47 años junto a nuestro padre en la tienda y las dolencias provocadas por caídas y la avanzada edad, fueron erosionando las fuerzas vitales de Odette.

Nuestra madre, desde hace unos meses, deseaba reencontrarse de nuevo con su madre Laila y nuestro padre Andrés, quien había marchado en el 2005. Quería que la dejáramos partir, argumentando el cansancio que producen 87 años de esfuerzo, trabajo y dedicación.

El lunes pasado se escapó al cielo. La verdad es que nos hace y nos hará siempre mucha falta. Pero también es verdad que estamos felices pues ella está donde quería y con quienes quería estar.

Su rol de madre, maestra y empresaria había concluido. Si tuviese que escoger cuál fue la lección más importante que nuestra madre nos dejó, no titubearía un segundo en elegir el valor de la humildad.

Mi madre fue una mujer excepcionalmente humilde. No sé si el tránsito en su vida desde el bienestar a la pobreza y de regreso al bienestar incidió en su forma de ser. Lo que sí puedo asegurar es que uno de sus momentos de mayor felicidad era cuando compartía con Mercedes, Alba, Argentina y Jacqueline, las enfermeras y servidoras en el hogar de nuestra madre durante los últimos 8 años.

Y que uno de los de mayor mortificación era cuando, ya montada en el carro para salir a almorzar algún domingo dichoso en que accedía a mi invitación, no sabía si tenía en su cartera dinero para dar a sus amigos en silla de rueda y minusválidos de la Sarasota.

A los seres queridos generalmente los despedimos con lágrimas. En el caso de esta mujer única, la despido con un fuerte e infinito aplauso, en reconocimiento a su extraordinariamente hermosa hoja de vida, y para avisar al cielo la llegada de esta madre, maestra y santa que en vida se llamó Odette.

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