Ramón Emilio Jiménez y su apoteosis de la vida sencilla

El poeta y maestro Ramón Emilio Jiménez (1886-1970) dirigió su talento a la investigación de nuestras formas de vida y al estudio de las esencias del lenguaje vernáculo, que es como decir al examen de las raíces más hondas del ser nacional.

El poeta y maestro Ramón Emilio Jiménez (1886-1970) dirigió su talento a la investigación de nuestras formas de vida y al estudio de las esencias del lenguaje vernáculo, que es como decir al examen de las raíces más hondas del ser nacional.

Él escribió mucho y escribió bien. En su libro ‘Al amor del Bohío’ (editado en 1927 y luego en 1929, en versión corregida por el autor) Ramón Emilio recupera los horizontes, las dicciones perdidas, las usanzas y las creencias de nuestro mundo rural en las horas primeras del siglo XX. Las décimas, los oficios, las galleras, los refranes, las pulperías, las festividades, las comidas: todo aquello camina por los risueños corredores de un libro en el que la intrahistoria se nos entrega viva y suspendida en el tiempo.

El cancionero escolar ‘La Patria en la canción’ (publicado en 1933) reúne a compositores nacionales y extranjeros que, sobre los textos de Ramón Emilio, alzan sus voces en la exaltación del patriotismo, de la naturaleza, de la vida ingenua, de las virtudes cívicas. José de Jesús Ravelo, Julio Alberto Hernández, Luís E. Mena, José Dolores Cerón, Juan Francisco García, Ramón Echavarría Lazala y Emilio Arté, entre otros maestros, musicalizan en este himnario poemas y pasajes dedicados a Duarte, a Sánchez, a Mella, a Hostos, a Salomé Ureña, al árbol, a los pájaros, al hogar, a la verdad, a nuestras ruinas, a la bandera.

(Ramón Emilio era maestro y revelaba el decoro con cadencias de himno, mientras rehilaban los músicos el canto en sus prolijas locuciones de poeta. Y me consta que eran esas las estrofas que, antaño, gorjeaba la niñez en las aulas de esta tierra).

En ‘Savia dominicana’ (libro de 1948) el autor regresa al estudio de los trazos humanos y las costumbres nativas, junto a relatos de episodios históricos y a estampas lírico-folklóricas. Entre estas últimas se destacan algunas imágenes en verso, alusivas a la música propia de nuestra ruralía. A modo de digresión, me permito traer a los leedores algunas señales de aquel estro festivo:

El merengue

Lo dio como ella es la tierra abrasadora,/ y como ella es pródigo de viril emoción:/naturalismo bárbaro de la aguda tambora/ y acento democrático en el vivo acordeón.

Refuerza sus matices la güira turbadora,/ el cachimbo lo embriaga de su lúbrico son,/ y cruza la pareja, ondulante y reidora,/ entre un cálido ambiente de tabaco y de ron.

Típica voz domina sobre los instrumentos,/ es la letra del pueblo que teje movimientos/ en las jóvenes carnes febriles de pasión.

En las cívicas lides surgió con la bandera,/ y es férvido tributo a la criolla hechicera/ que pone en el merengue su ardiente corazón.

El acordeón

Tiene actitudes de mujer coqueta/ que va y viene en locura mientras canta,/ y enciende el rostro con viveza tanta/ como la del color en la paleta.

Tiene la ondulación del agua inquieta,/ la dulce vibración de la garganta/ y el estremecimiento de la planta/ que el aire agita con fruición secreta.

No sólo canta, sino baila y goza,/ toma de él la criolla buenamoza/ la sal, la gracia, el ritmo, el lucimiento.

Su fuelle, semejante al de la fragua,/ acrecienta en la falda y en la enagua/ la fiebre tropical del movimiento.

El güiro

Nadie te vio jamás en una fiesta/ cuando pendiendo de una red vivías,/ extraño a las salvajes armonías/ con que llenan las aves la floresta.

Mas, cuando de tu vida nada resta,/ perdidos tus verdores de otros días,/ hueco y rayado, entonces desafías/ con tu loco reír, desde la orquesta.

La muerte tiene extrañas aventuras,/ después de muerto enciendes las locuras/ de la sangre al calor de la emoción;

También como tu aliada la tambora/ cabra otro tiempo, pero muerta ahora/ y, sin embargo, henchida de canción.

La tambora

La popular tambora tiene en sí,/ para mover el ánimo rural,/ aliento incitador como el ají/ y oculto ardor como el cañaveral.

Llena el rosario de horas el ‘cumbí’,/ alegría de sábado brutal,/ desde el anochecer, todo rubí,/ hasta el amanecer, todo coral.
Exaltación de la caprina raza,/ amor bajo la rígida coraza/ y espuela del revólver y del ‘mocho’.

La tambora provoca aquel ‘derriengue’/ que después de una noche de merengue/ demanda buena hamaca y buen sancocho.

El chivo
Hecho al amor y al goce primitivo/ señor armado, jefe de un chiquero,/ ágil, audaz, nervioso, jacarero/ en su harem maloliente, tal el chivo.

Dijérase Epicuro redivivo;/ gasta barbas sin aire de severo,/ y pasa, entre sus cabras prisionero,/ por tenorio cuadrúpedo y altivo.

Y cuando libre de su vida fuerte/ de sátiro, cautivo de la muerte/ se rinde al matarife en negra hora;

Sigue ruidoso, aún más que si viviera,/ animando la fiesta callejera/ en el parche viril de la tambora.

Duele, en lo más hondo, la ausencia de individuos que, como Ramón Emilio, forjaron una obra de esencia vivamente nacional, grávida de amor a este suelo y a las cosas nuestras. Duele, digo, porque la ignorancia de lo que somos nos ha de conducir a un patético vacío, a una tristísima oquedad existencial; digamos que a esa orfandad que hoy se derrama, con torpeza frenética, en la adhesión a inicuos y ajenos paradigmas.

Él, Ramón Emilio Jiménez, que fue antes que nada Maestro, educaba con su arte, con la belleza de las palabras y los cantos, con la evocación de la hermosa sencillez de unas costumbres.

Ahora quisiera pensar que el alma de este pueblo lo echa de menos.

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