Jenny

Todos decían que Jenny era una muchacha excepcional, y en cierta forma lo era, aunque muy pocos tuvieron ocasión de comprobarlo. La gente -ya se sabe-, habla por hablar, sin conocimiento de causa, repitiendo lo que otros repiten, y la mayoría de…

Todos decían que Jenny era una muchacha excepcional, y en cierta forma lo era, aunque muy pocos tuvieron ocasión de comprobarlo. La gente -ya se sabe-, habla por hablar, sin conocimiento de causa, repitiendo lo que otros repiten, y la mayoría de las veces acierta en sus juicios por error, como en el caso de Jenny, que era ciertamente excepcional. Eso se le notaba a simple vista -decían todos, aun los que no la conocían-: se le veía por encima de la ropa y con cualquier tipo de ropa. Incluso con poca ropa Jenny luciría distinguida y fuera de serie. Había que imaginársela, por ejemplo, cuando tomaba sol en la tumbona de la terraza con el vestidito apenas recogido sobre los muslos, o cuando se paseaba por el jardín con aquellos bermudas apretaditos, sí, claro que sí, un paraíso de mujer. Sin la menor sombra de duda, era una persona excepcional.

En realidad, Jenny se dejaba ver muy pocas veces y casi nunca de cerca, y nadie sabía qué tipo de ropa usaba ni como lucía exactamente. A los ojos del mundo, Jenny era una muchacha recatada y distante, sumamente celosa de su intimidad, y desde luego rica, muy rica. Sólo venía al país de vacaciones y virtualmente no salía más que a misa, no iba al cine, no iba a fiestas y la mayor parte del tiempo permanecía invisible en su palacete de la Pasteur, fuera del alcance de los curiosos. Jenny, por supuesto, encajaba perfectamente en el modelo de aquella moral de convento que imperaba en la sociedad durante los últimos años de esa época nefasta. Nadie hubiera dicho entonces ni después (ni lo diré yo ahora) que Jenny era una de esas muchachas díscolas que uno suele encontrarse en la vida. Casi ninguna muchacha entonces aparentaba serlo, y Jenny menos que ninguna.

Los jóvenes del vecindario asediaban el palacete cuando se esparcía el rumor de su llegada, generalmente en agosto y en diciembre, y con cualquier pretexto permanecían merodeando por los alrededores. Algunos subían a las azoteas vecinas, tratando de sorprenderla en alguna pose, en alguna de sus actividades cotidianas, pero ni los más empedernidos mirones podían jactarse de haberla visto con detenimiento. Sólo de vez en cuando Jenny se mostraba fugaz, siempre esquiva, remota. Se asomaba, por ejemplo, al balcón, a la terraza de la planta alta, paseaba por el jardín, tomaba fotos.

De hecho, Jenny no existía socialmente. Vivía con una tía paterna y tres sirvientes que parecían escapados de un circo, no tenía amigos, no tenía conocidos. Salvo unos pocos parientes, en el palacete no recibían visitas, no daban recepciones ni fiestas y a veces ni siquiera señales de vida. Ninguno de los admiradores de Jenny llegó a entablar con ella una mínima relación. (Ninguno, en efecto, a excepción de Carlos Manzano).

El padre de Jenny había sido miembro del cuerpo diplomático hasta la hora trágica de su muerte. Muerte por fuego en un aparatoso accidente a orillas del mar, en el kilómetro 12 del malecón. El Buick del año contra el camión sin luces. Quemaduras de tercer grado, el rostro irreconocible, un bulto sanguinolento.
El duelo oficial se manifestó en titulares de primera página, banderas a media asta en la cancillería, boletines de condolencia a la familia, emisiones de música sacra.

Tanta efusión de pesar movía a suspicacia. El accidente movía a suspicacia y provocó graves conjeturas a los más altos niveles de la sociedad. No era la primera vez, ni sería tampoco la última, que un funcionario –y no un funcionario cualquiera, sino de fuste y abolengo– sufría un accidente después de haber caído en desgracia con el hombre fuerte del gobierno. Entre la vida y la muerte mediaba entonces una pared delgada -frágiles alas de mariposa. Un desliz, una ligera indiscreción, el menor asomo de rebeldía costaban el cargo y la vida. ¿Cómo pudo suceder si apenas ayer estaba en las cimas del poder? Quizás se le había soltado la lengua al padre de Jenny durante una recepción en su último viaje a Washington, o en La Habana, quizás, donde había permanecido una semana en misión protocolar, acompañando al canciller. Quizás se habían filtrado sus opiniones a través de los canales habituales hasta alcanzar las máximas instancias de seguridad del estado, y desde allí los oídos atentos del Omnímodo. Eso: quizás había sido víctima de los delatores de oficio, o quizás algunos de sus propios colegas envidiosos pusieron en su boca palabras que no dijo, palabras que nunca diría. Quizás había hablado de más o quizás, simplemente, había callado. Quizás -sólo quizás- su culpa había sido callar, no informar lo que otro funcionario más diligente informó. En última instancia, el silencio también era delito, el silencio también era culpable. Hablar y no hablar implicaban casi la misma cuota de riesgo, incluso para un encumbrado funcionario como el padre de Jenny. ¿Quién iba a pensar que un hombre distinguido y respetado, un caballero además, dueño de haciendas y apellidos ilustres, podía terminar de esa manera? El régimen no respetaba apellidos ni fortunas.

Como la madre también había muerto en circunstancias que ahora no vienen al caso, Jenny quedó en custodia de su más cercano pariente. Aquella tía paterna solterona y beata, que parecía haber vivido en el palacete durante siglos, inválida por más señas y relativamente decrépita. La infeliz padecía los rigores de un romanticismo incurable. Se pasaba la vida -o lo que era vida para ella- leyendo novelitas rosa de Corín Tellado que alternaba con capítulos de la Biblia, y nunca, lo que se dice nunca, abandonaba los aposentos altos del palacete de la Pasteur. Semejante rutina la dejaba frecuentemente sumida en tiernos arrebatos de melancolía, que solían prolongarse en ocasiones durante horas, cuando no días enteros.

A causa de sus achaques físicos y espirituales, la tía apenas hacía sentir su autoridad sobre la sobrina, y menos aún sobre la recelosa servidumbre, pero en materia de administración doméstica, así como de los bienes familiares, ponía tanto celo y tanto empeño que parecían desmentir su falta de sentido de la realidad en otros asuntos. Ese era, sin embargo, el límite de su cordura. Ninguna otra actividad, salvo la lectura, distraía por lo general su atención. (Del libro inédito “Monedas en la fuente”, fragmento).

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