El exquisito mundo de Eduardo Villanueva

Mi columna de este martes sobre “Los puritanos” de Bellini movió un generoso comentario de Eduardo Villanueva, uno de los más cultos músicos que jamás haya tratado y cuya labor en la promoción del género musical clásico ha contribuido a…

Mi columna de este martes sobre “Los puritanos” de Bellini movió un generoso comentario de Eduardo Villanueva, uno de los más cultos músicos que jamás haya tratado y cuya labor en la promoción del género musical clásico ha contribuido a mejorar el gusto por la buena música y a entenderla.

Eduardo relacionó mi breve escrito con los 15 años de la muerte de Alfredo Kraus, el legendario intérprete de esa ópera, que muy pocos tenores se arriesgan todavía a incluir en sus repertorios, y cuya partitura el célebre cantante llegó a calificar de “inhumana”. Con su habitual agudeza, me dice que “Los puritanos” era un Monte Everest  que después de Kraus “nadie se atrevería a remontar con éxito”, pero que ahora, gracias a dos tenores, el español Celso Albelo y el afroamericano Lawrence Brownlee, “se ha vuelto un llano”.

Compara la voz de Albelo con la de Kraus, su maestro, aunque “más cálida y redonda” y expresa que a diferencia de este, que lo evadía en sus presentaciones en teatros, canta el Fa sobre-agudo de “Los puritanos” con “una gracia, belleza y potencia insospechadas, y con una musicalidad exquisita”. Respecto a Brownlee, al escucharlo piensa Eduardo que optaría por la versión menos arriesgada, como solía hacerlo Kraus, pero que en cambio canta los Re, Mi y Fa sobre-agudos de la composición “como en la ducha de su casa”, con la misma facilidad que asume, supongo, los nueve Do altos del aria “Ah ames amis” de la Hija del Regimiento de Donizetti, que hizo famoso a Pavarotti.

El conocimiento abre al género humano un amplio mundo que lo libera de la oscuridad e ignorancia. En el caso de mi amigo Eduardo ese mundo es increíblemente grande, hermoso y exquisito, al que su breve correo me trasladó, sacándome así por escasos momentos de la monotonía que impone la necesidad diaria de escribir, casi como una obligación, sobre las miserias humanas que envuelven el cotidiano quehacer del periodismo.

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