La buena vida

Algunos catedráticos destacan la necesidad de darle prioridad al bienestar humano por encima del crecimiento económico.

Algunos catedráticos destacan la necesidad de darle prioridad al bienestar humano por encima del crecimiento económico.
Según ellos, las naciones prósperas han obtenido riqueza más allá de sus sueños, pero sus habitantes están demasiado afectados por la codicia y la desigualdad, y no es verdad que lleven una “buena vida”. Entonces se preguntan para qué tanta riqueza.

El problema radica en definir qué es eso de una “buena vida”. Porque el concepto varía según las épocas y según a quien se le pregunte.

Para los griegos de la antigüedad, la buena vida coincidía con la moderación: reunir justo lo necesario, y luego detenerse. Más tarde el cristianismo impuso ese mismo criterio a sus seguidores. Pero en la actualidad, no existe ya ese peso moral de la austeridad. “Lo que deseo” es lo que cuenta, no lo que “debería desear”.

Hoy día un budista aspirará al desapego y la contemplación. Pero al empresario apasionado, lo que le va es “hacer dinero”, y poco le interesa el tiempo libre para disfrutarlo. Esto podría considerarse como “estupidez”, pero es “su estupidez”.

El intelectual se conforma con lo básico, en un sitio tranquilo para escribir; pero el vanidoso sueña con yates y fiestas extravagantes. Y otros, simplemente miran hacia el vecino y se guían de lo que éste tiene para aspirar a lo mismo.
Así que no existe una sola vida deseable, sino una gran variedad de estilos deseados.

Es precisamente por esto que los liberales insisten en la neutralidad: “que nuestras instituciones se limiten a concedernos la flexibilidad para vivir como queramos, siempre que respetemos el derecho de los demás a hacer lo mismo”.

Consideran que imponer un criterio de “buena vida” a nivel colectivo y sacrificar crecimiento económico para ello, no solo es demasiado complicado por las tantas individualidades, sino hasta dictatorial. Recuerdan los horrores cometidos en nombre del cielo y la utopía. Y las arbitrariedades como las de Pedro el Grande, cuando obligaba a sus nobles a asistir a exposiciones y conversar de filosofía. ¡So pena de tortura!

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