Elucubraciones sobre Franz Kafka

Franz Kafka (1883 –1924) fue sin duda un escritor kafkiano (igual que el Marqués  de Sade fue un sádico impenitente), que vivió, sufrió  y describió el absurdo, la pesadilla de una sociedad industrial que producía avances científicos a…

Franz Kafka (1883 –1924) fue sin duda un escritor kafkiano (igual que el Marqués  de Sade fue un sádico impenitente), que vivió, sufrió  y describió el absurdo, la pesadilla de una sociedad industrial que producía avances científicos a granel y los aplicaba sobre todo al sometimiento de los pueblos, a la distorsión de principios éticos y de justicia, y sobre todo a la guerra.

Kafka, de origen judío, nació en Bohemia, la actual República Checa, que pertenecía a Alemania, escribía en alemán, y se cuenta entre los más grandes escritores frustrados de la humanidad. Un poco como Marcel Proust cuya obra no alcanzó la fama hasta después de su muerte, como el Gogol de “Las almas muertas” que quemó por lo menos el final de su obra y el Virgilio de “La Eneida” que no la terminó. Como Herman Melville que escribió la más grandiosa novela norteamericana, “Moby-Dick”,  y fue ignorada en su tiempo y así tantos otros. (El compositor Bizet murió tres meses después del estreno de su ópera “Carmen”, que fue mal recibida por el público y la crítica).

Kafka publicó apenas algunos relatos que lo acreditaron como escritor. Pero su obra cumbre, “La metamorfosis”, pasó desapercibida. En lecho de muerte pidió a su amigo Max Brod  que todas sus obras inéditas fueran destruidas. El buen amigo, en cambio, las publicó, e incluyó incluso textos incompletos. Kafka existe como escritor gracias a su amigo Max Brod. Una parte de sus manuscritos se perdió en manos de la Gestapo.

Lo que realmente molesta de los juicios sobre Kafka es que generalmente lo presentan como un sicorrígido y pusilánime que tenía pavor al sexo. Con alguna de sus  varias novias sostuvo relaciones meramente platónicas, es cierto, pero vivió maritalmente con Dora Diamant. Era además un tipo pulcro, elegante, dueño de una vasta cultura, que suscitaba admiración y simpatía. Fue un maestro del humor negro y la sátira. Y en  su obra dejó testimonio de un rechazo a la sociedad y costumbres de su época, a las que se refería con sarcasmo.  Dotado de una energía insospechada, escribía como un poseso durante noches enteras. “Kafka fue un ser atormentado y complejo, pero también a su manera gozó de la vida con una intensidad fuera de lo común”. Por eso pudo producir una obra tan enérgica y sólida.

Algunos han descrito su estilo como subversivo y alegre. “Los biógrafos han comentado —en este sentido— que Kafka, como otros grandes escritores, tenía costumbre de leer capítulos del libro en el que estaba trabajando a sus amigos más íntimos, y que la situación llegaba a ser cómica y concluía en risas de todos.”

Dijo Friedrich Schiller que  “Sólo la fantasía permanece siempre joven; lo que no ha ocurrido jamás no envejece nunca”. A esta ingeniosa frase parece responder Kafka cuando afirma con exquisito humor: “La desgracia de Don Quijote no fue su fantasía, sino Sancho Panza”. He aquí un pequeño muestrario del humor y fantasía y de lo absurdo que aparece incluso en sus narraciones más tétricas o desalentadoras como “La metamorfosis”, la obra maestra donde dejó su más profundo mensaje contra la intolerancia hacia quienes son o se convierten en algo diferente:

La verdad sobre Sancho Panza (Parábola)

Sancho Panza, que por lo demás nunca se jactó de ello, logró, con el correr de los años, mediante la composición de una cantidad de novelas de caballería y de bandoleros, en horas del atardecer y de la noche, apartar a tal punto de sí a su demonio, al que luego dio el nombre de don Quijote, que este se lanzó irrefrenablemente a las más locas aventuras, las cuales empero, por falta de un objeto predeterminado, y que precisamente hubiese debido ser Sancho Panza, no hicieron daño a nadie. Sancho Panza, hombre libre, siguió impasible, quizás en razón de un cierto sentido de la responsabilidad, a don Quijote en sus andanzas, alcanzando con ello un grande y útil esparcimiento hasta su fin.

Ante la ley (Parábola) Franz Kafka

Ante la ley hay un guardián. Un campesino se presenta frente a este guardián, y solicita que le permita entrar en la Ley. Pero el guardián contesta que por ahora no puede dejarlo entrar. El hombre reflexiona y pregunta si más tarde lo dejarán entrar.

-Tal vez -dice el centinela- pero no por ahora.
 La puerta que da a la Ley está abierta, como de costumbre; cuando el guardián se hace a un lado, el hombre se inclina para espiar. El guardián lo ve, se sonríe y le dice:

 -Si tu deseo es tan grande haz la prueba de entrar a pesar de mi prohibición. Pero recuerda que soy poderoso. Y sólo soy el último de los guardianes. Entre salón y salón también hay guardianes, cada uno más poderoso que el otro. Ya el tercer guardián es tan terrible que no puedo mirarlo siquiera.

 El campesino no había previsto estas dificultades; la Ley debería ser siempre accesible para todos, piensa, pero al fijarse en el guardián, con su abrigo de pieles, su nariz grande y aguileña, su barba negra de tártaro, rala y negra, decide que le conviene más esperar. El guardián le da un escabel y le permite sentarse a un costado de la puerta.

Allí espera días y años. Intenta infinitas veces entrar y fatiga al guardián con sus súplicas. Con frecuencia el guardián conversa brevemente con él, le hace preguntas sobre su país y sobre muchas otras cosas; pero son preguntas indiferentes, como las de los grandes señores, y, finalmente siempre le repite que no puede dejarlo entrar. El hombre, que se ha provisto de muchas cosas para el viaje, sacrifica todo, por valioso que sea, para sobornar al guardián. Este acepta todo, en efecto, pero le dice:

-Lo acepto para que no creas que has omitido ningún esfuerzo.
Durante esos largos años, el hombre observa casi continuamente al guardián: se olvida de los otros y le parece que éste es el único obstáculo que lo separa de la Ley. Maldice su mala suerte, durante los primeros años audazmente y en voz alta; más tarde, a medida que envejece, sólo murmura para sí. Retorna a la infancia, y como en su cuidadosa y larga contemplación del guardián ha llegado a conocer hasta las pulgas de su cuello de piel, también suplica a las pulgas que lo ayuden y convenzan al guardián. Finalmente, su vista se debilita, y ya no sabe si realmente hay menos luz, o si sólo lo engañan sus ojos. Pero en medio de la oscuridad distingue un resplandor, que surge inextinguible de la puerta de la Ley. Ya le queda poco tiempo de vida. Antes de morir, todas las experiencias de esos largos años se confunden en su mente en una sola pregunta, que hasta ahora no ha formulado. Hace señas al guardián para que se acerque, ya que el rigor de la muerte comienza a endurecer su cuerpo. El guardián se ve obligado a agacharse mucho para hablar con él, porque la disparidad de estaturas entre ambos ha aumentado bastante con el tiempo, para desmedro del campesino.
 
-¿Qué quieres saber ahora? -pregunta el guardián-. Eres insaciable.
-Todos se esfuerzan por llegar a la Ley -dice el hombre-; ¿cómo es posible entonces que durante tantos años nadie más que yo pretendiera entrar?
 El guardián comprende que el hombre está por morir, y para que sus desfallecientes sentidos perciban sus palabras, le dice junto al oído con voz atronadora:
-Nadie podía pretenderlo porque esta entrada era solamente para ti. Ahora voy a cerrarla.

La metamorfosis (Fragmento)

Cuando Gregorio Samsa se despertó una mañana después de un sueño intranquilo, se encontró sobre su cama convertido en un monstruoso insecto. Estaba tumbado sobre su espalda dura, y en forma de caparazón y, al levantar un poco la cabeza veía un vientre abombado, parduzco, dividido por partes duras en forma de arco, sobre cuya protuberancia apenas podía mantenerse el cobertor, a punto ya de resbalar al suelo. Sus muchas patas, ridículamente pequeñas en comparación con el resto de su tamaño, le vibraban desamparadas ante los ojos.
 
“¿Qué me ha ocurrido?”, pensó.

 No era un sueño. Su habitación, una auténtica habitación humana, si bien algo pequeña, permanecía tranquila entre las cuatro paredes harto conocidas. Por encima de la mesa, sobre la que se encontraba extendido un muestrario de paños desempaquetados -Samsa era viajante de comercio-, estaba colgado aquel cuadro que hacía poco había recortado de una revista y había colocado en un bonito marco dorado. Representaba a una dama ataviada con un sombrero y una boa de piel, que estaba allí, sentada muy erguida y levantaba hacia el observador un pesado manguito de piel, en el cual había desaparecido su antebrazo.

 La mirada de Gregorio se dirigió después hacia la ventana, y el tiempo lluvioso -se oían caer gotas de lluvia sobre la chapa del alféizar de la ventana- lo ponía muy melancólico.
 
“¿Qué pasaría -pensó- si durmiese un poco más y olvidase todas las chifladuras?”

 Pero esto era algo absolutamente imposible, porque estaba acostumbrado a dormir del lado derecho, pero en su estado actual no podía ponerse de ese lado. Aunque se lanzase con mucha fuerza hacia el lado derecho, una y otra vez se volvía a balancear sobre la espalda. Lo intentó cien veces, cerraba los ojos para no tener que ver las patas que pataleaban, y sólo cejaba en su empeño cuando comenzaba a notar en el costado un dolor leve y sordo que antes nunca había sentido.

 “¡Dios mío! -pensó-. ¡Qué profesión tan dura he elegido! Un día sí y otro también de viaje. Los esfuerzos profesionales son mucho mayores que en el mismo almacén de la ciudad, y además se me ha endosado este ajetreo de viajar, el estar al tanto de los empalmes de tren, la comida mala y a deshora, una relación humana constantemente cambiante, nunca duradera, que jamás llega a ser cordial. ¡Qué se vaya todo al diablo!”
 
A Miguel de Miguel de San Mejía, sin comentarios.

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