Dos mujeres

Desde siempre escuchaba y leía sus nombres. En mi infancia las visualizaba como dos símbolos de coraje, de temple. Las idealicé como hacemos con esas heroínas de la mitología, seres con mucho de ángel, capaces de importantes hazañas. El tiempo&#823

Desde siempre escuchaba y leía sus nombres. En mi infancia las visualizaba como dos símbolos de coraje, de temple. Las idealicé como hacemos con esas heroínas de la mitología, seres con mucho de ángel, capaces de importantes hazañas. El tiempo me dio la razón, con la salvedad de que al saber que eran de carne y hueso llegaron más hondo a mi corazón.

A una no la conocí personalmente. Era una señora discreta. Eso sí, cuando la veía reclamando justicia, los poros de mi alma se empinaban, y un sentimiento con olor a honor se apoderaba de mi espíritu. Su nombre: Doña Adriana Howley viuda Martínez, madre del periodista Orlando Martínez, vilmente asesinado en el año 1975, por las manos más cobardes del mundo.

La recuerdo vestida de luto, como un espectro que llegaba a la tierra en busca de justicia, aunque fuese sólo divina. Tenía su rostro agrietado por el dolor y su voz apagada por la impotencia al observar un poder que se burlaba de todos, que prefería una página en blanco para ocultar la verdad, o lo más lamentable, para encubrir irresponsablemente lo peor de una sociedad.

Pero doña Adriana seguía firme, con sus gigantes pasos lentos, con su perseverancia para que los verdugos de su hijo fueran juzgados y condenados, evitando a toda costa que ese crimen prescribiera. Por desgracia, fue luego de su muerte que la diosa Temis apareció, cuando los ejecutores confesos de una pluma brillante fueron encarcelados, aunque la sentencia, lograda en base a mucho esfuerzo, no abarcó a quien el dedo acusador de la historia señalaba como autor intelectual del hecho.

Con la otra dama tuve el privilegio de compartir agradables momentos. Su nombre: doña Dedé. Ella era el mejor nutriente de nuestra memoria como pueblo, para que no repitiéramos la dictadura. Promotora de conductas dignas de imitar. ”Soy amigo de ella”, decíamos todos con orgullo, como si ella fuese nuestra madre República. Doña Dedé, ese nombre nos emociona, nos inspira respeto y confianza, y se basta por sí mismo, es una marca de valor, patriotismo, servicio, entrega…

Doña Dedé no nos deja, no hay muerte para ella, porque ella es vida como el agua. Está presente en cada canto a la libertad, en cada enseña tricolor, en cada ser humano oprimido que anhela desencadenarse, en cada árbol sediento, en cada mariposa que nos guía en el camino. No hay mejor cuarteto para representarnos como nación: Patria, Minerva, María Teresa y Dedé.

Hoy rindo tributo a doña Adriana y a doña Dedé, cada una en las circunstancias que les tocó vivir: dos mujeres que cumplieron su deber cuando Dios las puso a elegir.  l

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