Los ritos ancestrales (3 de 3)

En su infancia y adolescencia había conocido todo tipo de privaciones, pero durante el resto de su vida no aceptaría limitaciones, se daría todos los gustos, experimentaría todos los placeres, se daría todos los lujos. De las mujeres, que nunca&#8230

En su infancia y adolescencia había conocido todo tipo de privaciones, pero durante el resto de su vida no aceptaría limitaciones, se daría todos los gustos, experimentaría todos los placeres, se daría todos los lujos. De las mujeres, que nunca le habían hecho caso, se resarciría comprándolas por docenas. A muchas de las más hermosas modelos y presentadoras de televisión -las llamadas megadivas de cincuenta mil pesos la noche-, las había gozado en el yate.

El yate, que era su casa de soltero, su club privado, su restaurante privado, estaba siempre provisto de licor en abundancia, comida en abundancia y tetas y traseros monumentales abundantemente desparramados en cubierta. A todas sus invitadas, las seducía. Ninguna se resistía al encanto de sus billetes.

Con algunas de sus favoritas era particularmente generoso, aunque su generosidad tenía un precio y era siempre deducible de impuestos. Las convertía en queridas, las consentía, las mimaba, las mudaba en jaula de oro bajo estricta supervisión. El contrato carnal estipulaba que, incluso en el caso de que él se cansara de ellas y dejara de frecuentarlas, sus queridas no conocerían otros hombres, so pena de perder la jaula y el oro. 

Aquellas sombras difusas, especies de fantasmas de su mala conciencia, seguían revoloteando sobre su lecho de enfermo, moviéndose en círculos frente a sus ojos, mirándolo sin ojos. Era como algo que había visto en una película o leído en algún libro. Gritaba para que se fueran e intentaba hacer gestos con la mano para espantar las formas siniestras, pero no se espantaban, no se iban, apretaban el círculo y se acercaban amenazantes. Ahora las reconocía. Eran los pecados capitales y las culpas de su vida, el daño que había hecho por comisión u omisión y el bien que había dejado de hacer. Allí estaban todos y todas, personificando el insaciable afán de lucro, la ambición, la infinita sed de riquezas, el ansia de poder, su desamor al prójimo, su falta de valores éticos y morales, la codicia, el engaño, la avaricia, la envidia, la traición, la lujuria, la mentira, el egoísmo, el peculado, el despojo…

Entre negocio y negocio el tiempo siguió pasando, acelerando más bien. Sin darse cuenta lo alcanzó la vejez. Al doblar la curva de los setenta comenzaron a pesarle los años, que ya de por sí no eran ligeros, y a medida que su fortuna aumentaba y su fortaleza física y espiritual disminuía, un sentimiento de aflicción se fue adueñando de su existencia. Era absurdo.

En la cima del poder, él tenía los medios para hacer famoso a un hombre o condenarlo al anonimato, reducirlo al silencio, exaltarlo o calumniarlo. Él hacía y deshacía las noticias, el hacía la opinión, era el dueño de la opinión. Sobre cualquier tema o controversia él tenía siempre la última palabra, era el dueño de las palabras. Y era, además, intocable. Al menos eso pensaba.

Él ponía y quitaba gobiernos, él influía en la elaboración de las leyes, el compraba las leyes. Era el más prestigioso industrial del país, un comerciante de fuste, un honorable banquero, como suele decirse –aunque banquero y honorable son términos excluyentes, antitéticos, antagónicos, incompatibles-, era un príncipe de la gentileza y el mecenazgo, era dueño de generales, congresistas, periodistas, artistas, policías, políticos y presidentes de turno, porque los había comprado a buen precio, y era dueño de vidas y haciendas, podía comprarlo todo, pero no podía comprar juventud, no podía comprar vida. Ni siquiera alegría de vivir
Era absurdo, una paradoja. El íntimo fracaso de la condición humana. Era un hombre al que le sobraban recursos materiales y aunque seguía empleando sus malas artes en la consecución de más y más recursos que le sobraban, le faltaría vida para disfrutarlos.

Era absurdo, pero también era injusto. Después de tantos sacrificios, tantos trabajos, no podría gozarse lo ganado más que por el miserable tiempecito de una breve existencia terrenal. La riqueza, por el momento, no podía devolverle el vigor ni prolongar su estancia en el mundo, pero algo podría hacerse en un futuro. Tenía que haber una solución y la había. 

–Verá usted, señor mío- dijo el Dr. Loiácono- La práctica de la criogenia consiste en preservar un cuerpo mediante su congelamiento con la finalidad de resucitarlo en el futuro. Legalmente, debe llevarse a cabo inmediatamente después que una persona ha sido declarada muerta para evitar así lesiones cerebrales que suceden rápidamente pasados los cinco a diez minutos aproximadamente luego de la muerte. El objetivo de esto es suspender la vida amenazada por una enfermedad incurable hasta tanto se logre obtener la cura a la misma.  

De hecho, a largo plazo la ciencia, la criogenia, le ofrecía la oportunidad de devolverle la vida, reparar los daños causados por la edad y la enfermedad, regresarlo a la juventud e incluso detener la bomba, la hormona de la muerte, que era un hecho comprobado en ciertas especies, y preservarlo más o menos eternamente, discretamente joven.

En California ya había compañías que habían ofrecido esos servicios a personajes tan conspicuos como Walt Disney y otros magnates de la industria cinematográfica. Pero estaba claro que no era un chiste despertar a la vida siendo pobre después de haber sido multimillonario. Aparte de la vida, había que conservar la fortuna. Dejaría a sus herederos una suma discreta para que valoraran lo que tenían y se abrieran paso, como él, a golpes de audacia y artes, aunque fueran malas artes. Las cuentas secretas en Suiza y Gran Caimán  no eran problema. Se las llevaría en silencio. Los bienes inmuebles los vendería a la callada y los convertiría en cuentas secretas igual de calladísimas.

El banco, los bancos, los mejores negocios de su vida, aparte del contrabando, los desfalcaría concienzudamente. Tener un banco era un negocio inmejorable, pero robarse el propio banco y esperar que las autoridades del Banco Central acudieran en su auxilio a tapar el agujero con millones del erario y luego robárselo de nuevo era un mejor negocio. Quedaría, eso sí, un poco frente a todos con el alma desnuda y revelaría al mundo su miseria. ¡Qué miseria! ¡Qué miseria la de un banquero miserable que se desnuda del traje de filántropo, de ciudadano prestante y queda con el alma en pelota, sin dignidad, sin honor. Pero eso no lo preocupaba mayormente. Al fin y al cabo su moral era el dinero, al que había dedicado su vida y eso lo justificaba todo, lo compensaba todo. No tendría que preocuparse por ir a la cárcel, por supuesto, ni pensar en la posibilidad de propinarse la muerte de Séneca ni un balazo redentor porque ya estaría técnicamente muerto.

A pesar de toda su experiencia, su fineza, su habilidad en el movimiento de sus bienes, los herederos advirtieron, sin embargo, el rumbo que tomaban las cosas y empezaron a preocuparse seriamente y finalmente lo atajaron en el trámite. De alguna manera se dieron cuenta de sus operaciones e intenciones y lo encararon malamente, papacito, abuelito, qué estás haciendo. Buscaron abogados, lo recusaron, iniciaron un proceso de inhabilitación legal que le impediría el manejo de sus bienes, y en la discusión feroz que vino después sintió esa ausencia de sí mismo, ese caer en un vacío, en casi la mitad de su cuerpo muerto y sin haber concluido el proceso que le garantizaría la vida y la fortuna, la vida y la juventud después de la muerte.

Ahora los parientes se arremolinaban en derredor de su lecho, sin reparar en las sombras de su mala conciencia que gravitaban sobre el lecho de muerte, la desesperación, la impotencia reflejadas, dibujadas trágicamente en su rostro.

Llévenme de inmediato a California, carajo. El hijo mayor se acercó, se acercó el primer nietecito adorado. Qué nadie le ponga la manos a mis mujeres, carajo. El nietecito adorado dijo que parece que el abuelo quiere decirnos algo, viendo sus ojos desorbitados. Qué nadie toque mi dinero, carajo. El hijo mayor dijo que sí, que el abuelo quiere decirnos algo, quiere llevarse su fortuna al más allá.  Entonces el nietecito adorado hizo un chiste que había escuchado muchas veces en el colegio. No te preocupes, abuelito, pondremos un cheque en tu caja. l

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