La eterna deuda externa (1 de 2)

Cuentan que en una ocasión, tras su regreso de la puesta en servicio de una obra pública, el presidente Balaguer se dirigió directamente a su despacho para recibir en audiencia privada a una misión del Fondo Monetario Internacional.

La eterna deuda externa (1 de 2)

El tema de la eterna deuda externa dominó el debate internacional en las últimas dos décadas del siglo pasado y aún continúa acaparando el interés del Tercer Mundo, lo cual se entiende por la forma en que esos compromisos gravitan sobre la suerte&#8

Cuentan que en una ocasión, tras su regreso de la puesta en servicio de una obra pública, el presidente Balaguer se dirigió directamente a su despacho para recibir en audiencia privada a una misión del Fondo Monetario Internacional.

Había llovido intensamente y para no enlodarse, el jefe del Estado tuvo que resignarse a que le arremangaran los ruedos al subir al helicóptero. Al notarlo, mientras hacían entrada al despacho los integrantes de la misión del FMI, su secretario particular le susurró al oído: “Presidente, ¡bájese los pantalones!”, a lo que Balaguer le habría exclamado: “¡Tanto le debemos!”.

La anécdota, producto probablemente de la ingente imaginación popular, pone de resalto los riesgos inherentes al endeudamiento desproporcionado y las dificultades que trae a un país la tendencia a recurrir a ese expediente para resolver los problemas propios de una economía manejada irresponsablemente o víctima de los efectos de una crisis. En el país la creciente deuda pública es objeto de preocupación, a pesar de las reiteradas negativas oficiales de que se la esté incrementando más allá de nuestras posibilidades de pago.

El problema consiste, sin embargo, en la poca transparencia existente con respecto al monto de esa deuda. Las cifras oficiales no coinciden con las de los empresarios, los economistas independientes y los partidos de oposición. Y en medio de la confusión resultante, es difícil saber cuál es la verdadera situación en la que nos encontramos.

Lo innegable es que, a despecho de cuánto debemos, sean 25 ó 35 mil millones de dólares, la deuda pública está gravitando onerosamente sobre las finanzas públicas y la estabilidad económica de la nación.

A ese paso, al cabo de pocos años, podríamos vernos ante la imposibilidad de hacerle frente a los compromisos que ella genera, con un peligroso costo económico, social y político.

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El tema de la eterna deuda externa dominó el debate internacional en las últimas dos décadas del siglo pasado y aún continúa acaparando el interés del Tercer Mundo, lo cual se entiende por la forma en que esos compromisos gravitan sobre la suerte de sus países. Sin embargo, los conflictos derivados de ese hecho han relegado la discusión de asuntos todavía de mayor relevancia, como son el desempleo y la pobreza, íntimamente relacionados. Es innegable que la deuda externa contribuye a acentuar la gravedad de estos problemas básicos por vía de la disminución de las capacidades nacionales para acometer con posibilidades de éxito programas dirigidos a resolverlos.

Pero no es menos cierto que el efecto social-político inmediato derivado de una alta tasa de desocupación y una pobreza extrema, es tan preocupante y devastador como cualquier consecuencia nacida de compromisos internacionales no honrados.

Por su monto global, en la práctica la deuda es impagable. Los altos intereses que los países deudores se han visto precisados a pagar hacen que de hecho la deuda haya sido, en cierta forma, solventada. Esta observación está muy lejos de parecerse a una sugerencia de moratoria. Los países en desarrollo requieren de recursos frescos para emprender programas de crecimiento económico y encarar el desafío del desarrollo, lo que hace necesario cumplir religiosamente con ese compromiso. Pero bien podría buscarse una fórmula basada en una reducción de las tasas abusivas de interés y que los países endeudados amorticen más capital con el pago de cada factura a la banca internacional y a los gobiernos acreedores. Hay, de todas maneras, infinidad de medios para encarar el problema de la deuda, lo que no parece igual en los casos del desempleo y la pobreza, que penden onerosamente sobre la estabilidad política y social de la mayor parte de las naciones del hemisferio.

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