Un adiós a las armas

Apenas tres años separan a “Fiesta” de “Un adiós a las armas” (1929), traducido en general como “Adiós a las armas”. En este período Hemingway maduró ciertamente sus ideas sobre el hombre, sobre la vida, sobre el mundo, y también ha&#823

Apenas tres años separan a “Fiesta” de “Un adiós a las armas” (1929), traducido en general como “Adiós a las armas”. En este período Hemingway maduró ciertamente sus ideas sobre el hombre, sobre la vida, sobre el mundo, y también ha hecho progresos desde el punto de vista técnico.No en vano -por su inteligentísimo y delicadísimo andamiaje artístico-, esta novela forma parte de las grandes obras maestras de la literatura norteamericana del siglo XX.

Hay quienes consideran que es posible que, con la excepción de “El Gran Gatsby”, de Fizgerald, y “El sonido y la furia” de Faulkner, no se encuentre en la narrativa norteamericana de posguerra otra obra tan concientemente, minuciosamente y felizmente construida.

Ambiente, diálogo, paisaje, movimiento de tropas, motivaciones interiores y exteriores de los protagonistas dan un cuadro grandioso, aunque limitado, de ciertos aspectos de aquel conflicto infame que fue la primera guerra mundial.

Hemingway emplea los más variados elementos estructurales y referenciales como la lluvia, los símbolos, el uso y abuso del alcohol, el diseño de las carreteras, el cambio de las estaciones, etc., y logra alcanzar en esta narración un equilibrio casi perfecto. Desde el punto de vista técnico no sobra nada ni falta nada, no hay un solo elemento que no esté dialécticamente integrado al contexto general del relato.

Quizás la única objeción válida que se podría  hacer tiene ver con la construcción de ciertos personajes italianos estereotipados y macarrónicos como el blandito y frígido capellán, o el sifilítico teniente Rinaldi.

La historia, a decir verdad, es tan elemental como cualquier libro de aventuras. Si no estuviera sostenida por un arte tan fino se diría que se trata de una novela del montón. Cosa que comprueba, por enésima vez, que la “materia poética” es sólo tal en cuanto viene tratada como materia poética, es decir, artísticamente. (¿Acaso la gran fama de Flauber no es en gran parte debida a una epopeya de la mediocridad llamada “Madame Bovary?”).

El teniente Frederick Henry, alistado casi por equivocación como chofer de ambulancia en el ejército  italiano, conoce a una enfermera inglesa de nombre Catherine Barkley, de la cual termina enamorándose “a pesar suyo”. Herido por un obús de mortero durante un bombardeo austríaco, es transferido a un hospital de Milán donde al poco tiempo se reunirá con su amante. La convalecencia se convierte entonces en luna de miel y la pareja se la pasa de maravilla mientras que en el frente se hace más cruenta la guerra.

Reenviado, al cabo de su recuperación, a la primera línea de combate, Henry llega justo a tiempo para asistir a la ofensiva austro-alemana de 1917. El frente se desploma en Caporetto y, para evitar el cerco, el ejército italiano se retira en desorden hacia el  Piave, duramente castigado por el enemigo. Durante la retirada, Henry es apresado por los mismos italianos. Italianos que, tratando de mantener la disciplina de las tropas, se dedican a fusilar sumariamente a todos aquellos oficiales que se hayan separado de sus regimientos. Henry logra escapar, bajo una lluvia de balas, corriendo como un poseso, regresa de inmediato a Milán en busca de su compañera y, después de haber firmado una “paz separada”, escapan hacia Suiza. Allí pasarán unos días felicísimos (“lejos de la muchedumbre enloquecida”), hasta el  día fatídico en que ocurre lo que ninguno había anticipado.

La cosa extraordinaria –como se ha dicho- reside en el modo de contar y organizar, no en el relato, que de por sí podría ser poco relevante. La cosa extraordinaria, desde el punto de vista dramático, reside en la espera, en el presentimiento casi angustioso de una tragedia inminente, de un final necesariamente trágico. Todos sospechamos, en efecto, que Catherine y Henry terminarán mal de alguna manera. La sospecha y la espera de esta  tragedia no nos abandona ni siquiera en los días en que ambos parecen ahogarse en un mar de infinita felicidad, cuando a los momentos felices, vividos con la intensidad del éxtasis, se suceden momentos todavía más felices en aquella especie de paraíso sin frutos prohibidos, desinfectado, aséptico, a la manera Suiza.

Es necesario seguir paso a paso el desarrollo de toda la historia (ir más al fondo en las motivaciones interiores de los protagonistas) para tratar de desatar el nudo del drama y entender, en definitiva, la naturaleza de todo el proceso ético-narrativo.

Al inicio de la novela Henry se comporta un poco como un turista. Admira el paisaje y se divierte paseando y bebiendo, frecuenta a un grupo de amigos y frecuenta prostíbulos.

El diseño de las carreteras, caminos y señales, que describe con lujo de detalles, toma el lugar  que en “Fiesta” representaban las infinitas borracheras, una especie de hilo de Ariadna que nos sirve de guía a través de la narración.

Ni él ni su querido amigo Rinaldi toman todavía la guerra muy en serio. Henry la siente como algo extraño que no le concierne, que no lo toca de cerca: “No tenía nada que ver con nosotros esta guerra. No me parecía más peligrosa que la que veía en los cines.”

En consecuencia, Henry empieza a alimentar sus sueños de evasión, quisiera ir a cazar, a pescar, ir a hoteles lujosos con su novia, viajar a Capri. Sueña, en definitiva, con poner fin por sí solo a la guerra, aunque en el fondo piensa que no hay modo de terminar la guerra, esa guerra verdadera que está  por llegar, la guerra que puede ahora presentir en las lluvias de otoño, carnicería feroz en relación a la cual las siete mil víctimas del cólera (que brota concomitantemente con las lluvias) representarán en verdad una cifra insignificante, casi ridícula.

Henry, y con él Rinaldi, parecen tomar conciencia de toda la situación en la medida en que esta comienza a tocarlos más de cerca. Tan cerca que ya no les permite sentirse extraños a ella y afecta sus intereses personales. Como consumados individualistas, logran entender y compartir los sufrimientos ajenos solo después de haberlos sentido en carne propia.

Ingenio
Hemingway emplea los más variados elementos estructurales y referenciales como la lluvia, los símbolos, el uso y abuso del alcohol”.

Singularidad
Si no estuviera sostenida por un arte tan fino se diría que se trata de una novela del montón”.

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