Tres inusuales miradas

Ciriaco Landolfi ha sido historiador, ensayista, poeta y diplomático. Esto así, además de encarnar uno de los seres más joviales que he conocido en la vida.

Tres inusuales miradas

Ciriaco Landolfi ha sido historiador, ensayista, poeta y diplomático. Esto así, además de encarnar uno de los seres más joviales que he conocido en la vida.

Ciriaco Landolfi ha sido historiador, ensayista, poeta y diplomático. Esto así, además de encarnar uno de los seres más joviales que he conocido en la vida. Rosa Pichardo es hija de mi grande y recordado amigo Papolo Pichardo. Yuyú Ramírez consta como una de las mejores bailarinas clásicas del país, e igualmente canta y es poeta. Entre ellos tres, sin embargo, las diferencias son ostensibles: generaciones distintas, desiguales oficios y distantes maneras de percibir la existencia.

¿A qué vínculo apelar, entonces, para convocarlos al mismo tiempo en esta crónica? Todo parecería más sencillo si entendiéramos que los tres son pintores, y que los tres ejercen su arte con una honradez tan íntegra como cautelosa. Ciriaco (su heterónimo: CirLan) arroja un incesante balbuceo de luz sobre el horizonte. Rosa se adueña de la antinomia entre cultura e historia, entre mito y deseo. Yuyú ha recuperado la claridad y los signos del aire.

Que sirvan mis palabras, pues, para saludar la sorpresa fértil de estas tres
inusuales miradas.

De paisajes y de hidalguías
Para escapar de la sañuda rutina de Landolfi, CirLan se refugia en un breve agujero de la tarde. El hueco, al principio, está repleto de palmeras, de arreboles, de bajamares. Allí se deshace el crepúsculo en murmuraciones de salitre y rosicler. En la frágil estancia no caben más anchuras, ni otras memorias, ni nuevas refulgencias. Y CirLan, en su recogimiento, se percibe dichoso.

Ahíto de circunstancias, luego, el hombre deviene monarca ufano del encierro. El albergue, en contraste, se torna abierto de espacios y de tiempos. Acuden a él las voces, los matices, las cautelas. El pequeño recinto crece hasta linderos de dilatada opalescencia. CirLan ha descubierto las hechuras cotidianas. Vocablos de luz virginal se agolpan en las tenues lumbreras del silencio. La mirada construye el emblema gentilicio en cada recuadro de la brisa. Como desprendida del rostro de Artemisa de Éfeso, una luz negra envuelve amapolas, edificios, cocoteros. Y el refugio se embriaga de orígenes, de oscuridades, de germinaciones. La lisa covacha medra y florece hasta espigarse en Habitaciones de la Luz.

La ojeada de CirLan es inmediata, directa, urgente. Pinta él lo que ve, no lo que recuerda. El color brota con júbilo, cargado de retumbos. Como en la verde mocedad, el argumento es siempre subalterno del entusiasmo. La marina, el bosque, el paisaje idílico, en suma, constituyen simples alegatos que guían un ardor largamente reprimido. La coloración es amable y abigarrada. Inagotable el frenesí creador. Treinta imágenes han de recorrer el trayecto que media entre la emoción y el lienzo.

Mucho tiene Ciriaco Landolfi, y mucho da. Su heterónimo, CirLan —guía numinoso en el hallazgo del Tiempo Perdido—, escribe con el señorío de la luz las estrofas que Landolfi, el poeta, rehúsa aprisionar en vocablos. Antes que Landolfi, otros escritores —Díaz Ordóñez, Churchill, Andrés Avelino, Veloz Maggiolo, Sábato— han atemperado el arrebato de la palabra en el dócil letargo del objeto.

Todas las poesías de un poeta son instantes de una sola poesía, como toda la obra de un pintor propone la hipótesis de una imagen única. Aun más: todo el arte de todos los hombres —desde Homero hasta Miguel Ángel Buonarroti, desde el bisonte de Altamira hasta Frédéric Chopin— no es sino la biografía de un hechizo, el fáustico relato de un asombro: el sueño yermo de una eternidad que se disuelve fatalmente en dos ausencias, en dos hastíos.

De Ciriaco Landolfi conozco muchas cosas. Sé, por ejemplo, que eligió vivir antes que codiciar, que su fruición de hacer es sólo comparable a su gozo de amar. que dispone de ciertos amigos —de amigos ciertos— y que su instancia vital es módulo de plenitud humana, de vehemencia humana.

De CirLan, en cambio, muy poco entiendo. Únicamente sé que con la sencillez de estos bocetos agrega al misterio de la vida claridades de luz increada.

Rosa Pichardo en la Postmodernidad (fragmento)
Rosa Pichardo nos convoca esta noche a descubrir, a percibir una experiencia eruditamente sorprendente, cultamente desconcertante. Porque en estas imágenes suspendidas, en esos miradores desatados aquí, se revela una ojeada, una señal que nos hace entender, al mismo tiempo, lenguaje e ideario, enunciado y creencia, enseñanza y representación. Claro que sí: en sus iconografías está presente una nueva forma de “realismo”, una hechura que anticipa la realidad y, en ese sentido, la crea. Una existencia alejada de los grandes discursos de la modernidad, de los rabiosos metadiscursos omnicomprensivos. Digamos que apartada del lenguaje del romanticismo, con el que damos cuenta de nuestra emotividad. Lejana, por igual, de la voz del modernismo, a la que apelamos para establecer nuestra condición de seres racionales.
Hoy asistimos a un proceso inverso al de la Ilustración y su afán constructor y compilador, que se prolongó en todos los ámbitos del conocimiento a lo largo del siglo XIX. Vivimos en un momento de fragmentación del saber, de cambios tan acelerados y de tal magnitud que nos abocan a la sistemática deconstrucción de la mentalidad, teórica e ideológica, que hemos heredado. Presenciamos, impotentes, el estallido de la Enciclopedia y la implacable demolición del legado teórico del Siglo de las Luces.

Entonces, Rosa se percibe y se asume postmoderna. Ella entiende y arrima a su vida estos registros iconoclastas. Pero, a fin de cuentas, la postmodernidad no es tanto más que una ostensible decepción respecto a la modernidad y sus alegatos totalizadores. Si la modernidad es, como dijo Max Weber, un “desencantamiento del mundo”, la actitud postmoderna sería, de tal suerte, una especie de “desencanto del desencanto”. Fórmula ambigua que nos recuerda que el desaliento es, más que una pérdida de ilusiones, la reinterpretación de los anhelos. Pero el desencanto siempre tiene dos caras: la pérdida de una ilusión y, por lo mismo, una nueva enunciación de la realidad. La dimensión constructiva del desencanto actual radica en el elogio a la heterogeneidad, a lo frágil, a lo perecedero, a lo fugitivo.

De ser así, ese despecho llamado postmodernidad no sería el triste final de un proyecto demasiado hermoso para hacerse realidad, sino, por el contrario, un punto de partida, un nuevo inicio. Podríamos entender, de este modo, las razones de Rosa para asumir la postmodernidad más allá de un discurso o de una soflama. Y, más que eso, el interpretar las razones por las que nos sugiere el trayecto de un camino creíble: la posibilidad de hacer arte con nuestras cortapisas, con nuestras decepciones, con nuestras multiplicidades, con nuestras vidas enteras. Un arte basado en los mitos, en la ética, en la vida cotidiana, en el amor y en las travesías del deseo. Una expresión contenida en las fronteras de la postmodernidad, esto es, frente al proyecto terminado, lo inconcluso, lo abierto; frente a la certeza histórica, la incertidumbre; frente a los dogmas, la duda; frente a una perfilada cosmovisión, un renovado desconcierto.

Y Rosa ejecuta convincentemente esa actuación primera, esa maniobra primordial. Armada de una cultura y de un oficio, su intuición va de los mitos griegos a nuestras quimeras, del arte clásico a las paradojas del pop-art, de Alejandro Magno a la Ciguapa. De tal modo, la “operación poética esencial” realizada por ella, y en ella, nos abre las más espaciosas lumbreras para entender los reparos de este ciclo nuestro, fragmentado y efímero […]

La voluntad del sueño

Ella nos levantó una punta del velo para que viésemos sus íntimos refugios. La voz silente de estos colores te lleva de la mano a un sitio lejano, ribeteado de mutismos tenues y florecientes.

En la habitación canta un aire de liviana somnolencia que arquea los vestidos y los primores. Acaso el viento que entreabriera los párpados de aquel lapislázuli despojado de estrellas.

En cada cuadro, rostro y silencio y ropaje de mujer. Vestidura que propicia una trabajosa libertad de ave, una destreza de lentos olvidos, un sosiego de música entreabierta e inasible.

Más que pintura, soplo de ala presurosa. Más que color, ráfaga de signos en el trémulo espejo de la memoria.

Hay aquí una luna pensativa con sus raíces en la noche del tiempo.

En estos cuadros iluminados de crepúsculo, Yuyú se apropia de la voluntad del sueño. 

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Ciriaco Landolfi ha sido historiador, ensayista, poeta y diplomático. Esto así, además de encarnar uno de los seres más joviales que he conocido en la vida. Rosa Pichardo es hija de mi grande y recordado amigo Papolo Pichardo. Yuyú Ramírez figura como una de las mejores bailarinas clásicas del país, e igualmente canta y es poeta. Entre ellos tres, sin embargo, las diferencias son ostensibles: generaciones distintas, desiguales oficios y distantes maneras de percibir la existencia.

¿A qué vínculo apelar, entonces, para convocarlos al mismo tiempo en esta crónica? Todo parecería más sencillo si entendiéramos que los tres son pintores, y que los tres ejercen su arte con una honradez tan íntegra como cautelosa.

Ciriaco (su heterónimo: CirLan) arroja un incesante murmullo de luz sobre el horizonte. Rosa se adueña de la antinomia entre cultura e historia, entre mito y deseo. Yuyú ha recuperado la claridad y los signos del aire.

Que sirvan mis palabras, pues, para saludar la sorpresa fértil de estas tres inusuales miradas.

De paisajes y de hidalguías

Para escapar de la sañuda rutina de Landolfi, CirLan se refugia en un breve agujero de la tarde. El hueco, al principio, está repleto de palmeras, de arreboles, de bajamares. Allí se deshace el crepúsculo en murmuraciones de salitre y rosicler. En la frágil estancia no caben más anchuras, ni otras memorias, ni nuevas refulgencias. Y CirLan, en su recogimiento, se percibe dichoso.
  
Ahíto de circunstancias, luego, el hombre deviene monarca ufano del encierro. El albergue, en contraste, se torna abierto de espacios y de tiempos. Acuden a él las voces, los matices, las cautelas. El pequeño recinto crece hasta linderos de dilatada opalescencia. CirLan ha descubierto las hechuras cotidianas. Vocablos de luz virginal se agolpan en las tenues lumbreras del silencio. La mirada construye el emblema gentilicio en cada recuadro de la brisa. Como desprendida del rostro de Artemisa de Éfeso, una luz negra envuelve amapolas, edificios, cocoteros. Y el refugio se embriaga de orígenes, de oscuridades, de germinaciones. La lisa covacha medra y florece hasta espigarse en Habitaciones de la Luz.

La ojeada de CirLan es inmediata, directa, urgente. Pinta él lo que ve, no lo que recuerda. El color brota con júbilo, cargado de retumbos. Como en la verde mocedad, el argumento es siempre subalterno del entusiasmo. La marina, el bosque, el paisaje idílico, en suma, constituyen simples alegatos que guían un ardor largamente reprimido. La coloración es amable y abigarrada. Inagotable el frenesí creador. Treinta imágenes han de recorrer el trayecto que media entre la emoción y el lienzo.

Mucho tiene Ciriaco Landolfi, y mucho da. Su heterónimo, CirLan —guía numinoso en el hallazgo del Tiempo Perdido—, escribe con el señorío de la luz las estrofas que Landolfi, el poeta, rehúsa aprisionar en vocablos. Antes que Landolfi, otros escritores —Díaz Ordóñez, Churchill, Andrés Avelino, Veloz Maggiolo, Sábato— han atemperado el arrebato de la palabra en el dócil letargo del objeto.

Todas las poesías de un poeta son instantes de una sola poesía, como toda la obra de un pintor propone la hipótesis de una imagen única. Aun más: todo el arte de todos los hombres —desde Homero hasta Miguel Ángel Buonarroti, desde el bisonte de Altamira hasta Frédéric Chopin— no es sino la biografía de un hechizo, el fáustico relato de un asombro: el sueño yermo de una eternidad que se disuelve fatalmente en dos ausencias, en dos hastíos.

De Ciriaco Landolfi conozco muchas cosas. Sé, por ejemplo, que eligió vivir antes que codiciar; que su fruición de hacer es sólo comparable a su gozo de amar; que dispone de ciertos amigos —de amigos ciertos—; y que su instancia vital es módulo de plenitud humana, de vehemencia humana.

De CirLan, en cambio, muy poco entiendo. Sí sé que con la sencillez de estos bocetos agrega al misterio de la vida claridades de luz increada.

Rosa Pichardo en la Postmodernidad

Rosa Pichardo nos convoca esta noche a descubrir, a percibir una experiencia eruditamente sorprendente, cultamente desconcertante. Porque en estas imágenes suspendidas, en esos miradores desatados aquí, se revela una ojeada, una señal que nos hace entender, al mismo tiempo, lenguaje e ideario, enunciado y creencia, enseñanza y representación. Claro que sí: en sus iconografías está presente una nueva forma de “realismo”, una hechura que anticipa la realidad y, en ese sentido, la crea. Una existencia alejada de los grandes discursos de la modernidad, de los rabiosos metadiscursos omnicomprensivos. Digamos que apartada del lenguaje del romanticismo, con el que damos cuenta de nuestra emotividad. Lejana, por igual, de la voz del modernismo, a la que apelamos para establecer nuestra condición de seres racionales.

Hoy asistimos a un proceso inverso al de la Ilustración y su afán constructor y compilador, que se prolongó en todos los ámbitos del conocimiento a lo largo del siglo XIX. Vivimos en un momento de fragmentación del saber, de cambios tan acelerados y de tal magnitud que nos abocan a la sistemática deconstrucción de la mentalidad, teórica e ideológica, que hemos heredado. Presenciamos, impotentes, el estallido de la Enciclopedia y la implacable demolición del legado teórico del Siglo de las Luces.

Entonces, Rosa se percibe y se asume postmoderna. Ella entiende y arrima a su vida estos registros iconoclastas. Pero, a fin de cuentas, la postmodernidad no es tanto más que una ostensible decepción respecto a la modernidad y sus alegatos totalizadores. Si la modernidad es, como dijo Max Weber, un “desencantamiento del mundo”, la actitud postmoderna sería, de tal suerte, una especie de “desencanto del desencanto”. Fórmula ambigua que nos recuerda que el desaliento es, más que una pérdida de ilusiones, la reinterpretación de los anhelos. Pero el desencanto siempre tiene dos caras: la pérdida de una ilusión y, por lo mismo, una nueva enunciación de la realidad. La dimensión constructiva del desencanto actual radica en el elogio a la heterogeneidad, a lo frágil, a lo perecedero, a lo fugitivo.

De ser así, ese despecho llamado postmodernidad no sería el triste final de un proyecto demasiado hermoso para hacerse realidad, sino, por el contrario, un punto de partida, un nuevo inicio. Podríamos entender, de este modo, las razones de Rosa para asumir la postmodernidad más allá de un discurso o de una soflama. Y, más que eso, el interpretar las razones por las que nos sugiere el trayecto de un camino creíble: la posibilidad de hacer arte con nuestras cortapisas, con nuestras decepciones, con nuestras multiplicidades, con nuestras vidas enteras. Un arte basado en los mitos, en la ética, en la vida cotidiana, en el amor y en las travesías del deseo. Una expresión contenida en las fronteras de la postmodernidad, esto es, frente al proyecto terminado, lo inconcluso, lo abierto; frente a la certeza histórica, la incertidumbre; frente a los dogmas, la duda; frente a una perfilada cosmovisión, un renovado desconcierto.

Octavio Paz define así la operación poética esencial: “en esto ver aquello”. Digámoslo de otra forma: en lo próximo, en lo inmediato, atrapar lo remoto, lo que escapa. Y Rosa ejecuta convincentemente esa actuación primera, esa maniobra primordial. Armada de una cultura y de un oficio, su intuición va de los mitos griegos a nuestras quimeras, del arte clásico a las paradojas del pop-art, de Alejandro Magno a la Ciguapa. De tal modo, esa “operación poética esencial” realizada por ella, y en ella, nos abre las más espaciosas lumbreras para entender los reparos de este ciclo nuestro, fragmentado y efímero.

Sin embargo, “los límites de mi mundo son los límites de mi lenguaje”, para usar las palabras del filósofo austriaco Ludwig Wittgenstein,  Cierto: no hay visión trascendente ni sugerencia artística legítima sin un lenguaje hábil, sólido, eficaz. En tal caso, Rosa demuestra ser dueña de un oficio y de una mirada diestra y envolvente y convencida. En sus lienzos está patente la maestría en la línea y la sabiduría honda en el color. Pero, a la vez, sus cuadros son escrituras entrelazadas que reflexionan y sugieren y dan luz.

Los sucesos que Rosa percibe y bosqueja, sus anécdotas coloreadas, sus delirios y sus fábulas, sus verosímiles apariciones, están iluminadas por un fuego interior, con los resplandores de un incendio primordial que nos envuelve a todos. Y que nos hace, ya para siempre, incesantemente, crédulos de su certeza.

La voluntad del sueño

Ella nos levantó una punta del velo para que viéramos sus íntimos refugios. La voz silente de estos colores te lleva de la mano a un sitio lejano, ribeteado de mutismos tenues y florecientes.

En la habitación canta un aire de liviana somnolencia que arquea los vestidos y los primores. Acaso el viento que entreabriera los párpados de aquel lapislázuli despojado de estrellas.

En cada cuadro, rostro y silencio y ropaje de mujer. Vestidura que propicia una trabajosa libertad de ave, una destreza de lentos olvidos, un sosiego de música entreabierta e inasible.

Más que pintura, soplo de ala presurosa. Más que color, ráfaga de signos en el trémulo espejo de la memoria.

Hay aquí una luna pensativa con sus raíces en la noche del tiempo.

En estos cuadros iluminados de crepúsculo, Yuyú se apropia de la voluntad del sueño.

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