Literatura, ideología y subversión (2)

De cualquier manera es indiscutible que la literatura, aunque por desgracia no tiene como quisiéramos el poder de  una bomba atómica,…

De cualquier manera es indiscutible que la literatura, aunque por desgracia no tiene como quisiéramos el poder de  una bomba atómica, segrega en alguna ocasiones una especie de fermento corrosivo que trabaja en sentido anticonformista y es por lo tanto rebelde y por lo tanto subversivo, aunque imponderable a veces.

Es claro que no faltarán objeciones por parte de quienes consideran que, al contrario, en la literatura, la evasión o el apego a los valores y contravalores de todos los sistemas, representan un componente más generalizado que la subversión. Ni faltará quien pueda demostrar que muchas veces un escritor coge la pluma para recrear y no para mortificar una realidad ni rehuir de ella (ahí está, por ejemplo, el Dr. Zhivago, escribiendo versos después de haber hecho el amor en una fría cabaña con la tibia Lariza).

No es casual, sin embargo, que hasta un crítico y novelista conservador como Henry James, hablando a propósito del problema de la creación literaria, dijera que “en realidad, cada uno en la vida es incompleto, y es característico del arte sentir el deseo de completar las figuras, de justificarlas.” ¿Quién negará que estas palabras (completar, llenar, justificar las figuras) contienen por lo menos, si no un rechazo implícito, una intención de modificar la realidad?

Hay nihilistas que no se inclinan “ante ninguna autoridad, que no aceptan ningún principio como artículo de fe, ningún dogma”. Están los poetas malditos que defecan en la moral, y hay filósofos como Leibniz que piensan “que vivimos en el mejor de los mundos posibles”.

Hay mucha buena literatura, excelente literatura que le hace el juego al poder y exalta los intereses de los poderosos. El escritor, no la literatura, obedece cuando obedece a un deber ser, pero no siempre al mejor deber. Homero, para asombro de los ingenuos, celebra maravillosamente en “La Ilíada”, como dice Arnold Hauser, “una moral de piratas” y el triste destino de un pueblo condenado al aniquilamiento por los dioses de los piratas. Kipling celebró al imperio inglés que se apropió de la mitad del mundo a sangre y fuego, los crímenes de Magallanes fueron celebrados en una obra clásica que no quiero mencionar. José Santos Chocano dedicó poemas a los caballos de los conquistadores, que atropellaban “con sus cascos relucientes” a los indígenas americanos. Premios Nobel como Knut Hamsun escribieron páginas de antología a favor de Hitler. Poetas y escritores de renombre latinoamericanos y europeos elogiaron a Stalin  y a dictaduras fósiles de la izquierda involucionaria.
Pedro Mir, en cambio, describió dolorosamente la situación de un “país en el mundo” y con igual dolor Norberto James cantó a “Los inmigrantes”, la miserable vida de los inmigrantes que le tocó vivir en sus años de infancia en el Ingenio “Consuelo”.

De todo hay, pues, en la viña del Señor, incluyendo al Señor, que a veces tiene malas pulgas.

No parece por lo tanto difícil aceptar el hecho de que una cierta componente de la literatura y del arte en general es casi siempre hostil a la realidad del mundo y otra se pliega a ella como al mejor de los mundos posibles. Más no siempre, como se ha visto, esa hostilidad es de signo positivo. Por el contrario, se presenta a menudo con polo negativo (subversiva, sí, pero reaccionaria) y actúa en sentido contrario al reloj de la historia.

Se sabe, por otra parte, que el llamado ser humano es un producto (no un reflejo) cultural de la época y del ambiente en que le toca vivir. Esto significa que toda persona, aunque sea muy sensible y ponga siempre atención a la realidad que lo circunda, y aunque logre ver y entender quizás más allá que sus contemporáneos, participa de alguna manera, forzosamente, en la fiesta de valores, contravalores, mitos y mentiras de su horizonte histórico.

Es así que toda rebelión tiene sus límites y tiene sus trampas, porque la negación de todo un sistema produce contradicciones insalvables.

Ni siquiera la obra de un crítico despiadado por antonomasia como Nietzche, puede considerarse totalmente libre de contaminación, ajena por completo a los valores oficiales de su mundo. Ahí están sus famosos aforismos, sus escritos, testimoniando cuán alegremente y con cuánta vehemencia participaba en aquella peculiar feria de la atmósfera ideológica alemana, en la cual sus propias ideas contribuirían a incubar el caldo del nazismo al fomentar mitos como los del superhombre y la superhumanidad, entre otras cosas.

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