Aguas profundas: Dostoyevski (y 4)

Nunca mencionaste si te azotaron, Fiodor; acaso el mismo mayor Kritzov que tanto te malquería, pero eso fue evidente para todos los presos que…

Nunca mencionaste si te azotaron, Fiodor; acaso el mismo mayor Kritzov que tanto te malquería, pero eso fue evidente para todos los presos que te vieron regresar donde ellos: tan descalabrado estabas, una sombra que apenas respiraba. Acostado en tu camastro, parecías un cadáver. ¿Qué pensabas, Fiodor, qué sentías, en qué pozos oscuros descendió tu espíritu anestesiado?

Sólo se sabe que esa noche diste señales de vida con un ataque de epilepsia: un grito desgarrador se oyó en el silencio del dormitorio común y tus compañeros de infortunio vieron espantados tu rostro desfigurado, tu boca echando espumas [cabeza baja, las dos manos sobre ella]. Es aquí, Fiodor, donde algunos ven  la aparición de esa enfermedad, causada por la manera en que te trataron en la casa de guardia, y no por la muerte de Don Mijaíl. En realidad eso sólo lo sabes tú, pero no dices nada [me mira abstraído]

Tus experiencias en ese presidio-infierno siberiano las contaste luego en Memorias de la casa muerta, seis años después de haber salido de ella [1860]. Recobrada tu libertad, seguías en la remota Siberia en condición de desterrado, asignado a un batallón militar en la pequeña ciudad de Semipalatinsk, no lejos de la cual, más de 100 años después,  tus compatriotas gobernantes hicieron estallar, probándolas,  unas  bombas llamadas nucleares, desconocidas para ti y de un poder tan destructor que asolaba todo a varios kilómetros a la redonda.

Las cosas del destino, Fiodor, ¡tú de nuevo con uniforme militar! Al menos percibías una paga, seguramente irrisoria, pero eso era algo, ¿verdad? También hiciste algunas amistades que te sostuvieron afectivamente. Bien considerada tu situación, acaso te sentías como un rey, luego de salir del infierno de la prisión; posible efecto de violento contraste, ¿no? ¿Acaso no fue toda tu vida una tensión entre dos polos de signos contrarios? ([1], p.102)

La rutina cotidiana de Semipalatinsk empezó a romperse cuando conociste a María de Konstant, francesa casada con un alcohólico, con hijo, aburrida en esa pequeña ciudad, añorando acaso la de Astracán, bordeada por el río Volga, de animada vida social, donde fue llevada por su papá, coronel con funciones militares importantes en ella. Era bella, ¿la recuerdas?; eso era ya una atracción para ti, pero como no era feliz, eso, Fiodor, debió atraerte aún más, pues en su rostro, ¿no veías la imagen de tu máminka? El desamparo de esa mujer tocó fondo cuando murió  su esposo, fuiste su paño de lágrimas y terminaron casándose, a pesar de que no te amaba. ¿Lo sabías, Fiodor? Fuiste su tabla de salvación, pero la pobre se estremeció de  terror cuando en el viaje de luna de miel sufriste un ataque de epilepsia. No hubo dicha en ese tu primer matrimonio, ella con tuberculosis pulmonar, sintiendo su vida fracasada, malhumorada. Tu buen corazón, Fiodor, te mantuvo a su lado, cuidándola, aguantando sus crisis nerviosas, hasta su fallecimiento siete años después [1864], residiendo en Petersburgo desde cinco años antes, con tus derechos civiles recobrados.

Al pisar de nuevo esa tu tan querida cuidad de Petersburgo eras otro hombre, con hervor vital, aun viviendo tu esposa María: escribiste novelas, hiciste viajes al extranjero, publicaste una revista [Vremia], tuviste una amante [Pólina Súslova] ¿La recuerdas, Fiodor, con sus lozanos 16 años? Fuiste a cometer adulterio  con ella en París, estando tu esposa en cama,  enferma. Te endeudaste para hacer ese viaje, anduviste de aquí para allá con ella, fuiste presa de la pasión del juego de la ruleta, acicateada por la jugosa ganancia obtenida en Wiesbaden [Alemania]; desavenencias, enternecimientos, altas y bajas. Esa Súslova, Fiodor, era manipuladora, déspota, voluble, no te amaba. ¿Entendí bien que hasta te humillabas por ella?  Ni te respondió, se hizo la desatendida, cuando le pediste ayuda-$ en momentos de acuciantes apuros económicos.

¡Qué golpe tan duro, Fiodor, cuando murió tu hermano Mijaíl!, y precisamente el mismo año del deceso de tu esposa María, ¡vaya coincidencia! Ese hermano tuyo siempre te tendió la mano en todas tus situaciones angustiosas, siempre existió entre ustedes una fluida corriente afectiva. El sabueso negro de la depresión amenazaba con clavarte sus dientes, veías el mundo y las gentes de color grisáceo; aún en ese estado atendiste a las necesidades de los suyos, te ocupaste de sus asuntos pendientes, enredándote en deudas, los nervios hechos añicos. Uno entiende  que en la novela que escribiste en esas condiciones escribieras estas palabras tremendas: “El hombre es una fiera, se complace en destruir y no aspira a otra cosa que a emanciparse de la razón” ([2], p.45)

Sintiéndote solo, deambulabas por las calles de Petersburgo  con el corazón sediento de afectos humanos. Fue cuando se cruzaron en tu camino Anna Krulósvskaya  y Marfa Brown. Anna era con la que te convenía casarte, ¿verdad? Bella, culta, escritora, de buena familia, te quería, pero estropeaste todo en la reunión que tuviste con ella, su hermana y su mamá echando un sermón ofensivo a ésta última porque al parecer preferían que Anna se casara con otro pretendiente tenido por mejor opción.  ¡Qué poco tacto tenías, Fiodor! ¿Cómo no sabías que es táctica favorable el congraciarse con la familia, sobre todo en esa sociedad rígida de entonces? Anna se deshizo en lágrimas, y punto final. 

Lo que siempre ignoraste, ¡oh Fiodor!, fue que Sofía, la hermana de Anna, te amaba en silencio. No sé cómo llegó a saberse ese secreto. Era bellísima, acabo de ver su retrato; y no sólo esto, tenía una inteligencia privilegiada, llegó a ser una reconocida matemática, premiada por la Academia de Ciencias de París por uno de sus trabajos, y, además, para complacencia de las feministas, le confiaron una cátedra en un centro universitario sueco. ¡La primera mujer con esa responsabilidad en toda Europa! De lo que te perdiste, Fiodor, o, conociéndote, ¡de lo que ella se libró!, pues no veo cómo hubieran podido compaginar temperamentos tan dispares: ella, la serenidad-equilibrio  de la razón-ciencia; tú, el pozo psicológico sobrecogedor de los sentimientos y los instintos.

¿Qué pensar de Marfa Brown? ¿Fue sólo para ti un  trasiego de voluptuosidad? ¡Vaya mujer, esa Marfa, trotamundos  impenitente para la cual los hombres eran objetos de uso desechable! Por eso los cambiaba con frecuencia. Pero te enamoraste hasta querer casarte con ella, sin éxito. Cuando le sobrevino la enfermedad, los días tristes de desamparo, te apresuraste a consolarla,  a socorrerla. ¿Veías en su rostro la imagen de tu inolvidable máminka? [brillo en los ojos]

El oasis de paz, de dicha lo encontraste finalmente en Anna Grigórievna Snitkina, la taquígrafa de veinte años que contrataste para dictarle tus novelas. Tranquila, paciente, silenciosa,  recogía los torrentes de  palabras que salían tu boca, paseándote por la habitación como un enajenado. Esa actitud de ella, reservada, digna, respetuosa, te impresionó tanto que se abrió entre ustedes la ventana de las confidencias. ¿Recuerdas cuando te dijo que había rechazado dos buenos pretendientes porque no sentía amor por ellos? [menea la cabeza] ¿Pensaste entonces cuán diferente era a todas las demás mujeres que te estrujaron el corazón? En fin, quedaste prendado de ella, pediste su mano y se casaron, te dio cuatro hijos, a Sonia [murió a los tres meses de nacida], a Liubova, a Fiodor, a Aleksiei [vivió un poco más de dos años] ; te cuidaba como un ángel de la guarda; cuando la reprendías terminaba echándose a llorar, como en aquella ocasión en la que te cegaron los celos al verla conversando con un joven de su edad; la llevaste contigo a viajar por Europa y fue en todo momento tu apoyo, tu sostén, tu consuelo: cuando escribías, cuando reñías con amigos, cuando visitabas museos, cuando te dejabas arrastrar por la pasión de la ruleta-juego, pues nunca pudiste liberarte de ella, y hasta la justificaste en tu novela El jugador.

Respirando en la atmósfera de serenidad, de comprensión y de amor con la que te rodeaba Anna Grigórievna, pudiste escribir  grandes novelas como El idiota, El eterno marido, Los demonios, El adolescente, Los hermanos Karamásovi y otras más, pudiste disfrutar de una familia unida, donde todos se querían. Tienes que admitir, mi querido Fiodor, que esa esposa tuya fue todo un tesoro para ti hasta que finalmente, en un mar de lágrimas, te cerró los ojos el 28 de enero de 1881, cuando emprendiste el vuelo hacia la Eternidad [lágrimas en sus ojos, cabizbajo].
———————————————
FUENTES:

[1] Stefan Zweig; Tres maestros: Editorial TOR, Argentina, 1951.
[2] Fiodor Dostoievski; OBRAS COMPLETAS, tomo I: Editorial Aguilar, España, 1964
[3] Romano Guardini; El universo religioso de Dostoievski: EMECÉ Editores, Bs. As., Argentina, 1958.

Posted in Sin categoría

Más de

Más leídas de

Las Más leídas