«Hay un país en el mundo»

Sonrío. Dijo que la belleza de nuestras playas fue suficiente motivo para alejarlo de aquella ciudad que envolvió e inspiró a…

Sonrío. Dijo que la belleza de nuestras playas fue suficiente motivo para alejarlo de aquella ciudad que envolvió e inspiró a Hemingway. Fingí creer lo que para él había sido una gran confesión, aunque estaba segura que había algo más. Podía leerlo en su mirada.

Poco importaba. Hablamos sobre lo común: profesión, el motivo viaje, el estrés que me causa el avión al despegar hasta que se estabiliza en el aire… De pronto, me cuenta que está considerando regresar a su país. ¿Qué lo había hecho cambiar de opinión? El caos del tránsito y el bullicio lo desquician. Durante sus vacaciones se prendó al silencio de las calles, de sentarse a conversar con su familia, sin que la bocina del radio del vecino o del colmadón de la esquina se lo impidan. Se olvidó de la incomodidad de los carritos públicos, de la imprudencia de los “guagüeros” y valoró las caminatas a pie, los paseos en bicicleta, la organización de su imponente y deseada cultura.

Me quedé sin argumentos. Tenía razón en todo aquello que decía. Quizá tenía mayores motivos para volver que para quedarse en nuestro paraíso preñado de palmeras y tesoros escondidos. “Si tan solo arreglaran el tránsito”, lanzó en un suspiro su lamento. No había duda de que lo que más odiaba era el transporte, y sin menor piedad, me preguntó por qué no acaban con el sistema de los carros de concho de una vez por todas, o al menos, lo mejoran. Saqué valor y le expliqué el poder que tienen los sindicalistas, que son los que tienen el control del transporte, y que no sería tan fácil prescindir de “sus servicios”, pues ha sido el Gobierno el responsable de alimentar su imperio.

Entonces, lo mejor era Francia. El negocio no andaba tan bien como pensaba. Pero yo, sabiendo que quizá no lo volvería a ver y con el orgullo dominicano elevado a la máxima potencia, contradije la que podía ser su decisión definitiva. Me acomodé en mi asiento, me olvidé de todo y como si ya estuviera preparado, inicié mi discurso.

Reconocí las debilidades. Acepté sus justificaciones. Pero a pesar de todo, le dije cuánto amo este país. La calidez, la solidaridad y la espontaneidad de la gente. El optimismo para encarar los problemas. La eficiencia para socorrerte si se te queda el vehículo en medio de la avenida (a mi me pasó, y fueron más de 10 los que se detuvieron para ayudarme). Lo pintoresco de los barrios, el ánimo de los vecinos, que chismosos o no, son como una familia cuando hay problemas. Lo que se goza en una guagua pública, las conversaciones interesantísimas en el tapón durante una hora “píco”.

¿Qué soy demasiado optimista? Es posible. Pero la realidad es que tenemos un país precioso pobremente administrado, que ha sido prostituido por nuestras autoridades, pero que siempre se levanta como el ave fénix, para sorprendernos como medallas olímpicas a pesar de las precariedades en las que compiten los atletas criollos. Para darnos el orgullo de tener deportistas, artistas, talentos en varias áreas que han puesto nuestra bandera en alto en innumerable ocasiones.

Mi compañero francés estaba perplejo. Me miraba con asombro, admirado de mi gran patriotismo. No me importó, y continúe animada, abanderada de mis ideales.

Soy de las que cree en su país y quiere lo mejor para él. De las que está dispuesta a darlo todo por ser una mejor ciudadana y hacer que, desde el lugar que me corresponde, dar lo mejor de mí. Sé que para cosechar hay que primero sembrar, lo que significa que hay que trabajar duro para hacer realidad los sueños. Que no se consiguen los cambios solo de palabras. Que hacen falta hechos, concretos, llevados a cabo con valentía.

Sé que aunque mi espíritu tiene ganas de conocer varios países del mundo mi vida está aquí, junto a mí país, mi adorada gente, tan generosa y alegre, como no hay en ningún otro lugar. Quiero y espero que así sea, porque esta vida da muchas vueltas y no estoy cerrada a los cambios. Mientras tanto, me aferro cual niña a las faldas de su madre a la idea de dejarle a mi Patria mis mejores años, todo mi esfuerzo y mi amor para que se eleve con dignidad frente al mundo.

“Entonces trabajemos para que mejore el transporte y los gobernantes no se dejen manipular por los sindicalistas”. Ambos reímos. Creo mi compañero de viaje se quedará.

“Hay un país en el mundo

colocado en el mismo trayecto del sol,

Oriundo de la noche.

Colocado en un inverosímil archipiélago

de azúcar y de alcohol.

Sencillamente liviano,

como un ala de murciélago, apoyado en la brisa.

Sencillamente claro,

como el rastro del beso en las solteras antiguas

o el día en los tejados.

Sencillamente

Frutal. Fluvial. Y material. Y sin embargo

sencillamente tórrido y pateado

como una adolescente en las caderas.

Sencillamente triste y oprimido.

Sinceramente agreste y despoblado”

Hay un país en el mundo, Fragmento. Pedro Mir.

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